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El Duque de Lerma. Pintado por Rubens en 1603. El cuadro está expuesto en el Museo del Prado.
El duque que se vistió de colorado

El duque que se vistió de colorado

Francisco Sandoval y Rojas fue el valido con más poder en la corte en un tiempo de cambio en el Imperio español. Su caída se fraguó hace 400 años y una gran celebración en Lerma fue su canto de cisne

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

Lunes, 4 de diciembre 2017, 21:42

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La muerte de Felipe II en 1598 señaló para muchos tratadistas de la época, y sobre todo, ya con la distancia que da el tiempo, para los ilustrados del XVIII, la travesía de una monarquía que se había creído elegida por Dios para dominar el mundo a otra víctima del infortunio, abandonada a su suerte por la divinidad. A pesar de que han de transcurrir muchos años todavía para que España pierda su envidiada posición de gran potencia mundial, los malos augurios parecen conjurarse contra la corte de Madrid. Un español podía pasearse por el mundo sin pisar suelo extranjero pero ya se oían voces que hablaban de decadencia y se movían informes de los arbitristas con consejos para enderezar el rumbo vacilante de la monarquía.

Aquellos españoles que se habían instalado en la utopía de un Imperio universal sintieron con dolor las supuestas lacras domésticas -el ocio, la soberbia, la aversión caballeresca a las actividades comerciales y oficios manuales, la ruina de la Hacienda- y por, encima de todo, presintieron que la decadencia era fatal e inevitable. La mitificación de una edad de oro que comenzaba con los Reyes Católicos y concluía con Carlos V provocó una riada de pesimismo que extendió la melancolía por los despachos de la corte y las callejuelas de Madrid. Corazón y sustento de la monarquía, Castilla estaba agotada tras años de guerras en Europa, con el oro y la plata de las Indias despilfarrados; víctima de las oleadas pestíferas que en el cambio de siglo castigan la población desde Santander a Sevilla; esquilmada por el boato de la nobleza y el derroche de los rentistas.

La crisis que atenazó la monarquía permitió regresar a la alta nobleza desde sus palacios, donde se habían recluido en tiempos de los Reyes Católicos, a las entrañas mismas del Estado. Duques y condes entraron a formar parte de los Consejos del reino reclutándose los validos entre sus miembros como ocurría en Europa. Cuando Felipe III -descrito por su padre como «poco interesado en los asuntos de Estado»- subió al trono, quiso acompañarse de hombres de su confianza que le permitieran declinar toda responsabilidad. Por abulia o incapacidad para soportar el peso del gobierno, Felipe III dejó las riendas de un Imperio que le sobrepasaba en manos del duque de Lerma quien mantendría la marcha de la administración en las delicadas horas de la dinastía habsburguesa. Tenía el nuevo valido tres condiciones que los teóricos del poder señalaban como indispensables: nobleza, riqueza y amistad con el monarca.

Durante 19 años, fue el verdadero rey, ante la indolencia de Felipe III

Se lucró sin freno vendiendo favores, pero dibujó una nueva política exterior y favoreció las artes

Corrupto y orgulloso

El quinto marqués de Denia y cuarto conde de Lerma, elevado a duque en 1599, Francisco de Sandoval y Rojas, nieto de San Francisco de Borja, fue el vasallo de mayor influjo sobre su rey que conociera España desde los tiempos del condestable Álvaro de Luna, favorito de Juan II, cuya ascensión y caída prefigura la carrera de los grandes validos del siglo XVII. La trágica imagen de don Álvaro en el patíbulo dominó el tratamiento literario de la privanza en la Edad Moderna desde que Jorge Manrique en sus inmortales 'Coplas a la muerte de su padre' escribiera: «(...) pues de aquel Gran Condestable / maestre que conocimos/ tan privado,/ no cumple que dél se hable,/ sino solo que lo vimos/ degollado...». Nunca gozaron los validos de buena prensa pues sobre sus coetáneos siempre planeó el miedo a que la voluntad del rey quedara cautiva de las intrigas de su privado. Esta desconfianza alcanza niveles de dura reprobación en la 'Historia General de España' de Juan de Mariana, que condicionó la imagen popular de los validos hasta que los historiadores del s. XX rescataron su papel como constructores de estado, hombres de proyectos e ideas, y no solo irremediablemente frívolos y venales .

Tan poderoso como corrupto y orgulloso, sensible a las artes, pero no muy cultivado, piadoso y mundano, de un nepotismo y una codicia sin límites y de un descaro descomunal. Todo a la vez fue el duque de Lerma, que tuvo, por su parte, otros validos, no menos voraces e impopulares y que se hizo retratar por Rubens como si fuera el mismísimo Carlos V de la victoria de Mühlberg. El resultado, hoy en el Museo del Prado, es una obra maestra: el valido, esgrimiendo una vara de mando, aparece imponente sobre un blanco corcel que avanza brioso hacia el espectador, como saliéndose del cuadro.

Todo, sin embargo, cambiaría en muy poco tiempo, casi vertiginosamente: el valido manejaba al rey a su antojo, pero quería una corte exclusiva y propia que escenificara su poder. Y en el plazo de veinte años reedificó prácticamente todo el pueblo, levantando un lugar de recreo que contó con bellos jardines y un palacio descomunal y que durante largos periodos fue residencia real y capital efectiva del Imperio español.

Para sufragar tanto esplendor, el arrogante duque de Lerma hizo de su valimiento un oficio rentable, abusó de las liberalidades de su rey del que obtuvo cantidades de dinero desorbitantes y se lucró sin freno con la venta de favores y cargos públicos hasta llegar a amasar una inmensa fortuna. El traslado de la corte de Madrid a Valladolid en 1601 le sirvió al valido para perpetrar una operación urbanística de altos vuelos, un verdadero pelotazo inmobiliario pues previamente Lerma y su red clientelar habían adquirido terrenos y palacios en la ciudad del Pisuerga para luego venderlos a la Corona. Maniobra especuladora de elevadísima rentabilidad repetida a la vuelta de la corte a Madrid, cinco años después.

Entre 1599 y 1618, Lerma fue el verdadero rey de España, pues su firma debía ser obedecida como si fuera la del mismo Felipe III. Todas las empresas acometidas por el Imperio español llevaron el sello del valido, cuya actuación al frente del Estado no fue siempre desafortunada ni la situación de la Hacienda, a pesar de sus despilfarros, empeoró. Consciente de que la capacidad ofensiva exhibida en el siglo anterior había sido enterrada con Felipe II, el todopoderoso duque optó por una política pacifista dirigida a defenderse de las nuevas potencias que emergían en el tablero europeo: la siempre acechante y naval Gran Bretaña, la burguesa y mercantil Holanda y la enseguida arrolladora Francia de Richelieu. Con los tres países, España firmó treguas y tratados de paz.

Trágicas represalias

En 1609, Lerma aprovechando el respiro concedido por la mejora de la situación internacional y, ante el peligro real o imaginario de un levantamiento organizado desde el exterior, ordenó a los moriscos abandonar España. Cuando aún no habían cicatrizado las heridas de la peste, la población se desangraba nuevamente con la expulsión de una mano de obra diligente y sumisa que había llevado el regadío a las tierras de la Corona de Aragón. Para Castilla, en plena crisis demográfica, esta pérdida no resultó dolorosa; no así en Valencia donde el destierro de los sufridos moriscos puso al borde de la quiebra a la nobleza y la Iglesia, a las que salvarían en el último momento las concesiones del rey. A partir de entonces, la monarquía veía estrecharse la dependencia de Valencia respecto de Madrid.

La estrella de Lerma se apagó bruscamente cuando la propia reina Margarita de Austria agrupó a todos los nobles agraviados por los abusos del valido e impulsó una investigación que descubrió un entramado de corrupción y venalidad capitaneado por su hombre de confianza Rodrigo Calderón, más tarde llevado al cadalso. A Lerma se le acabaron los días de gloria y poder en 1618, degradado con la diplomática fórmula empleada por Felipe III de concederle «un permiso para retirarse a Valladolid o Lerma». Para entonces y en previsión de represalias ya había logrado del Papa el capelo cardenalicio que le protegía de cualquier proceso judicial. Desde su retiro en Valladolid, donde murió en 1625, el hombre más rico de España observó impotente cómo los mismos que habían conspirado para su caída, entre ellos el duque de Uceda y el conde-duque de Olivares, ahora se disputaban su sillón mientras los madrileños se desahogaban recitando los versos envenenados del conde de Villamediana: «El mayor ladrón del mundo, por no morir ahorcado, se vistió de colorado... y aquel que atemorizaba, / temblando está de temor;/ que, como se ve acusar,/ y el caso es tan sin segundo,/ teme que le han de ahorcar,/ y en eso vendrá a parar/ el mayor ladrón del mundo».

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