El reino del Preste Juan y la llamada de auxilio
El reino siempre se encuentra un poco más al este. El viajero llega, después de meses de caminatas, cruzando desiertos despiadados donde los lagartos se ... secan y los escorpiones arden, y al preguntar a un comerciante que da beber a los camellos, recibe la misma fórmula. Más al este, por donde nace el sol. Y así se juntan los años. Los desiertos desembocan en ciudades amuralladas. Las cúpulas bizantinas se tornan en medias lunas azules y estas a su vez en templos de dioses hindúes, con brazos multiplicados y caras con formas de elefantes. Pero nunca llegan al reino del Preste Juan. Mueren los viajeros. Sus hijos heredan las ansias de alcanzar el territorio soñado y estos acaban muriendo también, olvidados, lejos de sus Venecias y Córdobas natales.
El Preste Juan es una ilusión que mantuvo despierta a la Edad Media cristiana. Significó las ansias de expansión del cristianismo por el mundo, en una época que amenazaba con sucumbir ante religiones de mayor empuje. Un anhelo de salvación cuando los árabes, cimitarra en mano, llamaban a las puertas de las ciudades del sur y Bizancio. Preste Juan era un supuesto rey que había abrazado la fe de Cristo, en su variante nestoriana. Esta rezaba que Dios y Jesús contienen dos naturalezas distintas. Hombre y divinidad. Cuerpo y alma. Apenas quedaban nestorianos en Europa, en este viejo continente que había dejado de ser el centro del mundo, en pleno siglo XI, pero en Oriente, al contacto con religiones esotéricas y de fondo más espiritual, el dictado de Néstor había encontrado bastante aceptación.
Esperanza
Por eso se sabía que el Preste Juan vivía hacia el este, aislado en uno de esos países musulmanes, que llevaba siglos sin conocer a Cristo. En él residía la esperanza de un aliado religioso, pero también político. Aquel rey legendario serviría como pinza en una hipotética batalla contra persas, árabes, chinos o mongoles. En los tiempos de Gengis Khan, cuando Europa creyó sucumbir, habiendo visto la caída de Bagdad, se multiplicaron las embajadas en petición de auxilio al famoso Preste, sin saber siquiera que el parecido entre Khan y Juan estaba en el inicio de la invención.
El Preste Juan era inmortal, porque las generaciones pasaban y se mantenía vivo el espíritu de búsqueda. A ningún viajero se le ocurrió pensar que el monarca, pasado un siglo, tal vez estaría muerto, enterrado y venerado por las arenas de cualquier desierto oriental. Un detalle demasiado superficial para la mentalidad europea de la época, porque siguieron, en caravanas, flotando expediciones hasta las puertas de su ciudad, que no tenía nombre. Estamos ante un territorio anónimo, porque poco importaba la geografía de sus calles, el emplazamiento de su palacio. Lo único esencial era encontrar al hombre que se ceñía la corona.
Giovanni da Pian del Carpine, como discípulo de San Francisco, quiso siempre encontrar a Dios en los caminos. No dudó en aceptar la invitación del papa para entablar relaciones diplomáticas con el Khan de los mongoles. El papa estaba harto de que este pueblo rudo que decía dormir sobre los caballos asesinase impunemente a los pobres cristianos orientales. Pian del Carpine se pasó media vida en tierras extrañas, intentando negociar una paz de mudos, estéril como las estepas mongolas. En su relación de viajes afirmó que, al este absoluto, en las montañas del Hindu-Kush, había encontrado el reino del Preste Juan, cuya existencia había leído, décadas atrás, en las bibliotecas de los principales monasterios de Europa.
La mecha ya estaba prendida. Probada su existencia por un viajero y leída en la obra del mismo, las noticias del Preste Juan desbordaron el imaginario colectivo. Decían que era descendiente de uno de los Tres Reyes Magos, que tal vez podría tratarse, en realidad, de Tomás, el apóstol, que en su peregrinación a la India había fundado un reino donde asentar la cruz.
Marco Polo terminó de inocular la obsesión del Preste Juan en los canales venecianos, describiendo un territorio donde los hombres nacían de los árboles. Otros viajeros, más escépticos, tras haber atravesado desiertos, sistemas montañosos y ríos desbordantes, pusieron en duda no su existencia, sino la situación geográfica del reino. Lo buscaron también en Etiopía, donde vivían negros felices que, sin saber por qué, también eran cristianos.
Petrificado
La época moderna fue apagando lentamente el interés por el Preste Juan. Cuando los caminos del este se hicieron accesibles, el ser humano descubrió nuevos reinos, poderosos artefactos que propagaban otras culturas, otras religiones y otras lenguas, pero ninguno respondía al nombre de Preste Juan. También lo intentaron en América, recién descubierta, pero los indios que salían, sorprendidos, a las playas tropicales nada habían oído de un tal Preste Juan. Su reino ha quedado petrificado en un bestiario medieval, en un tiempo donde los caballeros morían por la religión y los mercaderes mantenían la ruta de la seda como un hilo casi invisible de leyendas y farra nocturna. Al final los mongoles detuvieron su avance a las puertas de Budapest y los árabes se quedaron en la península ibérica. Tal vez la ayuda del Preste Juan sí surtió efecto, a pesar de no haberlo llamado.
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