En los agostos de mi infancia Murcia se quedaba desierta. Cerraban comercios, bares, empresas y todo el mundo tenía vacaciones. En agosto no había ni ... un alma, daba miedo pasear por unas calles tan vacías que parecían salidas de una película de terror. El calor, denso y pegajoso, contribuía a crear un ambiente apocalíptico. Quién nos iba a decir que años más tarde el confinamiento durante la pandemia recrearía de nuevo en mis recuerdos esos veranos remotos.
Desde hace años me gusta trabajar en agosto. Me encanta la ciudad más sola, la tranquilidad de las vacaciones ajenas, la relajación en el trabajo porque las prisas se calman con la llegada de agosto. Menos coches, menos gente de un lado para otro, más aparcamiento y más calor.
A pesar de que ahora los agostos no son como los de mis recuerdos de niña, las semanas centrales del mes, y sobre todo los fines de semana, cierran muchos establecimientos, lo que me ha permitido descubrir bares y tiendas que no conocía, mirar con otros ojos la ciudad y fijarme en rincones que las aglomeraciones y las prisas diarias me han hecho pasar por alto.
Tiene encanto la ciudad más desnuda por la que solo pasea algún turista despistado, buscando la sombra, comprando agua fresca y abanicándose para alejar los 40 grados del mediodía.
Hace tiempo que intento cambiar las playas abarrotadas, los chiringuitos llenos, los vecinos ruidosos de toalla, las colas de 20 números para comprar pescado en el supermercado y la dificultad de aparcar en las calles de La Manga por el sosiego de la ciudad que abre sus brazos a los que tenemos el privilegio de poder trabajar en agosto.
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