Un señor con mono subió a mi casa para traerme una lavadora nueva y también una microcrisis existencial. De aquello han pasado ya algunas semanas ... pero, como las enseñanzas de los grandes filósofos griegos, el eco de sus palabras aún resuena en mi cabeza.
El episodio fue el culmen de una desafortunada cadena de eventos que comenzó cuando mi vieja lavadora explotó en mitad de un centrifugado, convirtiendo mi piso en un humeante concierto de The Sisters of Mercy. Algo que, si no fuera por el olor nauseabundo a goma quemada, tampoco me habría parecido mal.
Tras dos días de quebraderos de cabeza que no vienen al caso, una compra financiada con entrega a domicilio y retirada gratuita del aparato averiado, recibí en mi morada al ya referido filósofo de la clase obrera. Una vez descargó la carretilla, el fulano se detuvo en mi salón a recuperar el resuello y dedicó unos minutos a admirar los tesoros de toda una vida. «Bonita casa», me dijo, mientras recorría con la mirada mis carteles de cine, mi colección de discos, mi recreativa y mi altar dedicado a Guillermo del Toro. «Gracias, ventajas de vivir solo», le dije, avergonzado, esperando despertar algún guiño de complicidad. En su lugar, se puso muy serio y me respondió tajante: «Será la única». Y allí me dejó, reevaluando todas mis elecciones vitales.
Sentirme juzgado por un repartidor de electrodomésticos no es cosa menor, como diría Rajoy, pero el verdadero melón es esa creencia tan extendida de que hay recetas universales para la vida, como si todos tuviéramos las mismas necesidades y anhelos. Hay quien disfruta del amor de su familia al finalizar una dura jornada de trabajo. Yo gozo haciendo el imbécil con una katana de 'Kill Bill' firmada por el actor David Carradine poco antes de su sórdida muerte. No todos somos lo mismo.
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