Volví de vacaciones antes de que nadie se hubiera ido, y ahora siento la responsabilidad de cubrir el hueco de los que andan ya dando ... tumbos por ahí. En la ciudad siempre tiene que haber alguien que mantenga vivos los cláxones y la rutina de los semáforos, como un cabo a la realidad del que la ciudad pueda tirar en septiembre, cuando se harte de sol y de plazas de aparcamiento vacías y decida volver a ser ella misma. Este mes somos unos cuantos los que nos estamos ocupando de eso, por lo que he podido ver en las calles. Los demás ya pueden ir a todas las playas, caminar en chanclas, acumular fotografías y paladear los periódicos.
Me fui en junio. Y unas semanas antes tuve que centrarme en la burocracia. Entre los trámites estaba hacerme una foto para el carné internacional de conducir, una imagen que hoy miro con recelo. Se me ve extrañamente relajado. La mandíbula floja, los ojos tranquilos, como si ya hubiera conducido una moto por los caminos de Tam Coc y todo hubiera salido bien; como si ya hubiera vuelto del pequeño pueblo pesquero en aquella isla; como si me hubiera dormido y despertado ya en la cama de un tren en dirección al norte entre los arrozales.
Qué cara más extraña. Nadie se relaja ya en vacaciones, me digo. Lo que de niño eran días lentos, un dulce dejarse ir y mirar pasar las nubes se torna poco a poco en velocidad, en una carrera por ver, por visitar, por hacer. No está mal. Decía la peruana Julia Ferrer que hay que «amar la vida tan vorazmente que nada pueda separarnos de ella». Y de eso van estos días, de defender esa búsqueda incansable, esa lucha contra la nada que se oculta tras la carrera en que hemos convertido hasta los días más tranquilos, tras esa energía que te lleva de un lado a otro, preso de la curiosidad y de las ganas, para que si un día nos morimos, como escribió ella, «jamás pueda decirse de nosotros / de ti / de mí / 'descansa en paz'».
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