Desde que los teléfonos cuentan con herramientas para borrar los elementos no deseados de las fotos, he dejado de fijarme en detalles que igual mañana ... no son los mismos.
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Basta con señalar en la pantalla lo que estorba para hacerlo desaparecer, ya sea una papelera, tu ex o un niño espontáneo. Cuando ves el sistema en acción, te gusta, claro. Qué maravilla, qué siglo, pero también qué impresión. En algunos modelos se puede ir más allá y acoplar al amigo que faltaba, ocuparse de que nadie salga con los ojos cerrados o cambiar la carretera del fondo por un prado.
La espiral ha ido como siempre: empezamos por los filtros y acabamos editando el mundo. Algún día alguien se sorprenderá al revisar nuestras fotos antiguas y encontrar falta de armonía, por el mismo efecto que hoy nos atrapa al mirar los dientes de los actores en las películas clásicas, casi siempre desordenados, llenos de paletas separadas e incisivos amontonados, es decir, de verdad. Muy alejados de las sonrisas casi azuladas e intercambiables que se han adueñado de las pantallas.
La fealdad es un relato que nos explica. En la nariz demasiado grande del abuelo, el lunar de la tía o la mano achatada del hermano está la herencia de una forma, pero también de una memoria.
Tampoco los lugares son los mismos sin sus accidentes. No hay casco viejo sin pintada, ni playa sin bañista inoportuno. La vida tiene cables que atraviesan el cielo, manchas en las camisas y personas que aparecen sin querer. Y gracias a eso no nos morimos de aburrimiento.
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Paradójicamente, al ir arrebatando a las fotos su carácter documental, los últimos avances nos acercan a recuperar lo que los teléfonos omnipresentes se llevaron: la exclusividad de estar allí, el privilegio de necesitar los sentidos y no las cámaras para ser testigo.
Va a haber un día en que solo tengamos fotos de lo que no existió. En ese momento, tendremos que tirar de recuerdos para volver a los sitios donde estuvimos. Y eso, la verdad, tampoco suena tan mal.
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