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Hoy sabemos que tenemos máquinas capaces de descifrar, a través de patrones y algoritmos, las lenguas que se hablaban en la isla de Creta (Grecia) 18 siglos antes de Cristo. Y que también han sido capaces de trazar en menos de un segundo las rutas óptimas para el reparto de 20 millones de paquetes de una empresa en China.

Las cifras, cuando hablamos de transformación digital, son de vértigo para los mortales, y la no rendición ante la bestia de la informática a las puertas de la conectividad de quinta generación (5G) es una absurda insolencia.

Las competencias digitales tan solo son ofrecidas en una de cada cuatro empresas para que el conjunto de sus trabajadores estén al día y puedan producir más y mejor. Entonces, si está claro que debiéramos estar formados plenamente en las nuevas tecnologías... ¿por qué no lo estamos?

Principalmente, hay dos razones. Una de ellas tiene que ver con la pachorra mediterránea grabada a fuego en el tan mal entendido «que inventen ellos» de Unamuno, que ha llegado a nuestros días como la desgana inmerecida con la que nos han vestido tantas veces los rotativos británicos.

Pero el motivo fundamental es otro bien distinto, más profundo y con la siniestralidad de la pura lógica, precisamente, empresarial. No formar a tus propios empleados en nuevas tecnologías puede servirte para pagarles menos porque tienen menos formación, pero no permitir que otras empresas formen a sus empleados, haciéndote con las patentes de esas tecnologías o anulándolas, consigue que esas empresas no supongan una competencia real.

Eso es, por ejemplo, lo que pasa ahora mismo con Trump y la tecnología de Huawei... no se vayan a creer aquello de que era una película de espías. Y lo veremos más veces, por el vil dinero, porque si yo no puedo progresar, al menos, que no lo consiga el contrario.

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