Veintitantos de julio. No parece que estemos en vacaciones, porque en la ciudad sigue habiendo gente, así que voy temprano a comer, sobre las 13. ... 30, para evitar el mogollón de las 14.00. Voy a un restaurante al lado de casa, en Juan Carlos I. Hay una mujer mayor, unos 80 calculo, de carácter ordenancista. Siempre está mandando: que haz el favor de traerme esto, que por qué me pusiste aquello, que yo he pedido eso, que si así y si asao. Supongo que a su edad se ha ganado un poco mantener esa actitud rigorista allá donde va. A mí me parece bien, siempre y cuando no sea a mí a quien se dirija. Es algo parecido a lo que contesta Antonio Gala cuando Quintero le pregunta si cree en el amor para siempre: «Sí –dice–, pero en el amor para siempre de los demás, no en el mío».
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Salgo a las 14.00 y voy a casa. Allí me espera 'El hombre sin atributos'. Lo vi el otro día en la biblioteca y, como soy idiota, se me ocurrió que el verano, con las calles rubias de sol y cuarenta grados a la sombra, era la mejor época para leerlo. Son dos tomos de un tamaño enciclopédico: mil páginas por libro, pero uno que ha leído dos veces 'La montaña mágica' de Thomas Mann, por ejemplo, cree que está preparado para estos tragos. En realidad, solo hay un clásico que se me ha empalagado estos años. Dos veces lo he empezado y las dos lo he dejado casi a la misma altura: no he podido. Es el famoso 'Ulises' de Joyce. La segunda vez me pareció tan indeglutible que no lo dejé para mejor ocasión, sino ya para otra vida. Lo siento por Joyce, porque en su día me enamoró 'Dublineses'. Nunca he olvidado el final, con esa nieve que tan bien nos vendría para el calorcito de estos días: «Cae la nieve. Cae sobre ese solitario cementerio... Cae lánguidamente en todo el Universo. Y lánguidamente cae como en el descenso de su último final. Sobre todos los vivos y los muertos».
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