Segunda semana de agosto. No hay gente. Es la semana del año en que la ciudad más despoblada y atristada queda. Mejor, a más oxígeno ... tocamos, ahora que el cambio climático amenaza con dejarnos hasta sin aire. Leo que China suspende la colaboración con EE UU justamente sobre cambio climático por la visita de Nancy Pelosi a Taiwán. Vaya, creía que el porvenir del planeta era una cuestión de vida o muerte que estaba por encima del remeneo político. Tonto yo. Al parecer no, depende de una visita. Cada vez somos más gilipollas.
Yo, a lo mío. Una de la madrugada, Juan Carlos I. Voy caminando en la soledad de la noche. Luna llena. Resuena el tamtán de mis pasos. Hay una suerte de eco, como cuando caminas por Venecia de noche. Pues sí, resulta que Murcia es Venecia estos días, solo que con más calor y el café más barato. Jamás he pasado tanto frío como allí y jamás he pagado el café tan caro como en Venecia. Allí estuvo muchos años la escritora Donna Leon, quien echó el ancla en la ciudad atrapada por su misterio, pero un día se fue «por culpa de los turistas», y un escritor la describió una vez como un decorado de teatro, pero montado en la vida real.
Tres veces he estado y siempre en invierno. Jamás iría en verano y la razón es simple: si no quiero hacer cola para entrar a un museo, mucho menos para caminar. Algo así debió pensar Donna Leon.
No sé cómo he ido a parar a Venecia. Sigamos en Murcia. Siguiente mañana. Suena el móvil. A uno siempre le da vidilla el ringringneo del teléfono por aquello de si será una llamada única o especial, que te alegre el día o te haga decir lo que decía Saramago ante un hecho jubiloso: «Este día lo hemos ganado». Pues no: «Le llamo por su factura energética. Hemos detectado...», dice alguien al otro lado. Es la quinta vez en tres días. Lo siento, no, no voy a matar a nadie por el calor como el personaje de Camus, pero con cinco llamadas no se puede ser educado. Cuelgo y sigo.
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