Alejandro tiene trece años y esta semana se le ha abierto el pecho. Se fue por primera vez de casa a un campamento con una ... mochila que le preparó su madre llena de miedos e ilusión. Volvió distinto. No renovado ni cambiado. Distinto. Como si le hubieran contado un secreto que no se puede explicar con palabras, solo con sonrisas nuevas.
Publicidad
Se enamoró. De Adriana, que tenía trenzas y voz de canción tranquila. Se enamoró de esa forma tan seria que tienen los niños cuando sienten algo por primera vez. Como si el mundo se organizara alrededor de un paseo, una carcajada o una promesa dicha en voz muy baja, por si acaso se rompía al decirla.
Días después, el reencuentro. Adriana lo esperó en La Manga para su primera cita. Mientras, en casa, sus padres protagonizaban una película paralela, un sobresalto constante. «¿Y si se pone malo y no dice nada?». «¿Y si le pasa algo y no nos llama?». No entendían por qué el teléfono seguía mudo, pero la respuesta era sencilla y hermosa: estaba viviendo.
Esos padres que, ese día, con el coche cargado de nervios y ternura, dieron tres vueltas al Mar Menor: una para dejarlo, otra para alejarse con el corazón blando y el pecho encogido, y una última más, repletos de interrogantes, para recogerlo. Desde lejos, lo vieron caminar a su lado como quien ya sabe a dónde quiere ir, aunque aún no sepa cómo se llega.
Publicidad
Por eso la vida no se mide en certezas, sino en ganas. Y cuando hay ganas, hay tiempo, mensajes de buenos días, canciones, promesas, risas, atardeceres, planes, visitas de sorpresa, futuros y padres que aprenden, sin querer, a soltar un poco.
Porque no se trata de encontrar el lugar indicado, se trata de llegar a ese lugar donde jamás falten las ganas.
Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión