Siempre que voy a un aeropuerto me acuerdo de la teoría de los «no lugares» de los que habla Marc Augé. Son esos sitios de ... paso que pueden pertenecer a cualquier cultura, a cualquier país. Sergio del Molino lleva el concepto más allá y habla de esas calles de muchas ciudades que son exactamente iguales: las mismas tiendas, los mismos restaurantes de comida rápida, escaparates y rótulos idénticos en Estambul y en Cuenca. La globalización trae esto y también el que los edificios de apartamentos bombardeados en Mariupol nos duelan igual que si fueran del Infante de Murcia, porque podrían serlo.
Lo único que cambia son las historias. En un aeropuerto hay despedidas para siempre o para unos cuantos días y a veces ni los que se despiden lo saben. Estás un rato allí y puedes ver finales felices, tragedias y melodramas, escenas propias de película de adolescentes o un diálogo de Casablanca.
Ese momento de espera de un aterrizaje, minutos en los que no sabes si eres la protagonista de una comedia familiar y tu hijo llegará sano y salvo para seguir con sus vacaciones o si estabas en una película de drama y nadie te avisó. Minutos en los que una madre paranoica se distrae escuchando alrededor.
Dos parejas muy pijas esperan a «los niños» que regresan de un internado. Una chica con tacones y falda corta camina como si esperara encontrar una nube de fotógrafos, aunque no veo ninguno. Un grupo de mujeres con la resaca pintada en la cara. Una pareja que carga cuatro maletas y tres niños pequeños. De pronto, un hombre a mi lado le dice a otro: «¿Quieres ver mi traje de la hermandad oscura?». Y pienso que, por suerte, aún hay un montón de historias que nadie ha contado.
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