Macondo, la ciudad vista en un sueño
Macondo, como las ciudades legendarias, primero fue soñada y después convertida en realidad. Le ocurrió lo mismo a Alejandría. Dicen que Alejandro plantó el campamento ... militar en el enorme delta del Nilo, en una de las islas donde se fosilizaba el lodo. Allí vio la ciudad más grande del Mediterráneo entre brumas. José Arcadio Buendía no había conquistado Egipto ni había dejado escapar a un rey persa para encontrarse con un dios. Llevaba meses huyendo del hambre, entre ciénagas atestadas de cetáceos y barcos hundidos de la época colonial. Arrastraba consigo a su familia, a decenas de desarrapados hartos de huir. Fue en una noche sin luna cuando se echó a descansar sobre la hierba y soñó la ciudad de las mariposas amarillas. Allí fundaría Macondo.
José Arcadio Buendía buscaba el mar siguiendo el curso de un río tranquilo. De noche, los iluminaban las luciérnagas. De día, el sol les abrasaba la piel y la humedad les hería los pulmones al respirar. No encontraron el mar, pero sí un galeón español. En su interior no había un tesoro, sino un bosque de flores. Era un lugar hermoso, que recordaba los años lejanos en los que sir Francis Drake azotaba las costas caribeñas. Aquel barco nunca hundido pero sí moribundo había sido atacado por el pirata inglés. Sería el punto en el que nacería Macondo. Un pueblo surgido de una derrota de siglos atrás, tan bello como son las quimeras. Un lugar que extraña el mar y que se ha cansado de buscarlo.
Macondo es el territorio literario por excelencia. El lugar que todo lector ha soñado descubrir en una noche de verano, al paso de la carpa de los gitanos que fueron a mostrar el hielo a los habitantes alucinados, incapaces de saber que el agua se podía volver un metal que quemaba. Macondo es exotismo, es humedad salvaje, el tintineo de las gotas golpeando los tejados. Allí llovió durante cuatro años, once meses y dos días, pero su población, en lugar de perecer en el diluvio, como los vecinos de Noé, salvaron sus vidas contando historias, aferrándose a la literatura oral como método de supervivencia. No debieron construir un barco de madera ni sacrificar a los animales, bestias felices que deseaban que José Arcadio y Rebeca hiciesen el amor para aparearse como si ese fuese su único cometido sobre la tierra.
García Márquez creó esta capital de los sentidos basándose en los relatos que su abuela le contaba. Le bastaba con mirar por la ventana en la casa familiar que habían construido sus abuelos, en la Aracataca cercana al río Magdalena, una sucursal del agua del paraíso que los españoles confundieron con el Gihón, en cuyas riberas crecían bananos y acudían los mosquitos a hacer danzas africanas. Su escritura reunió la melancolía de su infancia. Macondo ya estaba presente en las primeras obras de Gabo, en 'La hojarasca', y en 'El coronel no tiene quien le escriba'. Por más que en estas dos obras el territorio no sea más que un decorado, ya se siente la irresistible fuerza que adquirirá posteriormente en 'Cien años de soledad'. Y como para que aparezca lo más evidente hay que alejarse de lo que uno mismo es, García Márquez fue a encontrarse con Macondo en las calles de París.
Allí vivió desde 1955 hasta finales de los sesenta, de forma interrumpida, alternando con Nueva York, Londres, Barcelona y México. Llegó en una helada noche de diciembre y se refugió en el Barrio Latino, como un periodista pobre que tenía que sobrevivir a base de ingenio. Como el José Arcadio Buendía de su relato, crearía un mundo frente a las adversidades. García Márquez tuvo la difícil tarea de construir un territorio exótico, de clima sofocante y veranos eternos en una ciudad que bajaba de cero el termómetro durante varios meses al año. Fue en París donde Macondo cobró vida, y lo hizo mientras el escritor colombiano veía la lluvia gélida deslizarse por los tejados de pizarra, en una urbe despiadada y hermosa, alejado de su familia. Por eso Macondo es, sobre todo, una extensión desfigurada de la memoria de los suyos.
Macondo no se acaba nunca, como el París de Hemingway. Es un territorio mágico en donde la imaginación no descansa. Su éxito ha alcanzado las cuotas suficientes para sobrevivir a su propio autor y a su obra. La gente podrá dejar de leer 'Cien años de soledad' (qué desgracia para el mundo) pero Macondo seguirá inspirando los mejores momentos de una estirpe de lectores condenados a leer. El que ha conocido Macondo a través de las páginas, ya nunca lo podrá olvidar. A pesar de que el huracán bíblico lo devoró, erró Gabo en su previsión. Las estirpes condenadas a cien años de soledad sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.