Hipnotizados por la brava naturaleza en una Roma que ya no es nuestra
Roma era la lluvia. El viento que nos empujaba a los precipicios vaticanos. Escaleras de penitencia para admirar vistas mojadas. Roma es hermosa incluso bajo ... la lluvia. El bien y el mal se unen en la ciudad eterna. Después de pasar todo un día sacando partido a los anoraks, hacemos un descanso diminuto junto a la Estación Termini. Cambiamos las ropas en el hotel, previa sesión de amor romano y salimos. Ya era noche cerrada, no importa. A la calle. Nos faltaba el castillo D'ell Ángelo.
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La lluvia persistía. Hacía frío. El cambio de vestuario resultó inútil. Según cruzábamos el río Tíber comenzó a chispear y la intermitencia del agua se hizo carne. Empapados, nos adentramos por el interior del castello. Atravesamos galerías, salones con preciosos frescos. Éramos los dos últimos locos de la jornada. Todo el castillo para nosotros. La tormenta arreciaba. El viento poderoso nos disuadía de proseguir. Ni caso. Fortis fortuna adiuvat. Apenas me llegaba el eco de la audioguía. Yo sólo quería culminar la tarea, alcanzar la cumbre. Tomás me seguía ensimismado en las palabras que brotaban de aquel aparato envejecido. Ah, las audioguías sólo me provocan el sueño y el sopor.
El Arcángel Miguel y su dorada armadura nos saludó con rayos y centellas. Hipnotizados por la brava naturaleza, por la violencia del viento y la lluvia, contemplamos la hermosa escultura y su espada. La lucha contra el mal en medio de la tormenta. Nosotros éramos testigos. El mal no descansaba nunca, ni en un mes de diciembre, ni en la noche cerrada. Miguel nos miraba, magnífico, hermoso bajo la lluvia, ya torrencial, con el tronar rabioso. Tambores de la muerte, presagio del infinito. Quizá sonaron cuando los emperadores cruzaban fallecidos el pequeño tramo de río. Culebrillas eléctricas iluminaban el cielo que asombra con su palidez de mortaja. Los emperadores moran bajo este suelo que tantos secretos esconde.
Las cuidadoras del museo acudieron con prisa. Era hora de cerrar. A nosotros no nos pesaba la lluvia, ni el viento ni el frío. Queríamos mirar al Arcángel que blandía su espada con furia. Que cobraba vida ante nuestros ojos. ¡Sí! Y, sin embargo, se mueve. Una de las guías exclamó casi espantada «¡Miracolo!», la otra cayó al suelo. Con los walkie talkies avisaron a la ambulancia. El revolú nos permitió contemplar el espectáculo alado un rato más, pero Ginevra, así rezaba la inscripción de su pechera, nos conminó a bajar de las alturas. Literalmente. Se la veía consternada y cabreada. Estas cosas eran fatales para el turismo. Si se corre la voz del ángel viviente ya no estarán tranquilas nunca más. Acudirán los visitantes en masa. Malditas redes sociales, se reconcomía Ginevra. Roma ya no es nuestra.
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Obedecimos con una mezcla de emoción y susto en el cuerpo. Las pulsaciones golpeaban en las sienes, en el pecho. La escalera se hacía interminable. Se movía bajo nuestros pies. Desaparecía bajo nuestros pies. Todo era un abismo sin fondo que parecía conducirnos al mismísimo círculo del infierno de Dante. ¿Qué está pasando? ¿Qué acababa de pasar? ¿Una alucinación colectiva? Las esculturas no se mueven. No, al menos en el mundo real. Yo: ¿Y si volvemos?
Tomás: ni de coña. ¿Qué quieres? ¿Regresar a la azotea? ¿Hacer un pícnic angélico? Me quedé como un pasmarote, mientras Tomás avanzaba raudo. Yo quería volver al milagro, quedarme en aquella terraza. Pillaremos una pulmonía, me decía mientras agarraba mis ropas y me arrastraba fuera. Corrimos y llegamos al puente. El espectáculo era sobrecogedor. Otra culebrilla iluminó la oscuridad y los ángeles de Bernini comenzaron a romper sus cadenas. La piedra estallaba en mil pedazos mientras ellos se desperezaban en aquella locura. ¿Qué día es hoy? Acertó a preguntar uno. 17 de diciembre, dije yo. Es mi cumpleaños. ¿Qué es eso del cumpleaños?, bramó el que portaba la corona de espinas. Ayúdame a bajar. Tengo vértigo, agitó el del paño de la Verónica. Creo que en vuestro pedestal estáis más bonicos, pensé yo, que ni por un segundo se me ocurrió que podría darle la mano a un hijo de Bernini y darme un paseo hasta la Piazza Navona. Sí, es el otro sitio que nos quedaba por ver y no, no grabamos videos. No subimos nada a las redes sociales. Nos compadecimos de Ginevra y los pobres romanos que bastante aguantaban ya la masificación de sus calles y plazas.
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Escapamos de aquel escenario como alma que lleva el diablo.
Al día siguiente las piedras seguían en su sitio. Roma era la ciudad eterna y los ángeles habían cesado en su interminable perorata. Con el rabillo del ojo me miró el que portaba los clavos. Si te estás quieto, prometo no volver.
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