Arturo Pérez
Aventuras y bestias. Animales mitológicos (y 6)

Gorrones en el Queens de los chinos

Relato ·

Conforme el tren se adentraba en el barrio, dejaron de aparecer carteles y luminosos en inglés occidental para encontrar los caracteres asiáticos por todos lados

Martes, 19 de agosto 2025, 00:24

El mes de abril es el mes de las flores. Las mariposas baten sus polvorientas alas entre los pistilos y germinan el mundo. Abril es ... abril, excepto en Nueva York donde te sorprende una ventisca acompañada de nieve para la que ni tú, ni nadie está preparado, excepto los 'newyorkers'.

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El frío no les asombra. Si han decidido que salen a la calle con un top, ombligo al aire, y una cazadora de cuero, la testarudez de las temperaturas no les hará cambiar de opinión. Así era Liu. La novia china del amigo de mi novio puertorriqueño. Mi novio puertorriqueño se llamaba Luis. Del nombre del otro chino no me acuerdo. Así son las cosas. Hablaba un español de Santo Domingo. Imaginad a un chino diciendo chévere en perfecto caribeño de la playa Boquerón.

Luis y yo llegamos buscando alojamiento. Sin avisar. Sin maletas. Nada. Todo se había quedado en el súper hotel con cascada de Lexington Avenue. Los compañeros de Ponce de la iupi (Universidad de Puerto Rico) habían tomado posesión de la habitación y por mucho que el personal de servicio hiciese la vista gorda (había unas diez personas, cuando no deberían ser más de dos) no había forma de encajar un alma humana en aquel cuarto con vistas al Nueva York de los patios interiores. Luis, mi salvador, me arrastró hasta Queens, esa noche de ventisca.

Conforme el tren se adentraba en el barrio, dejaron de aparecer carteles y luminosos en inglés occidental para encontrar los caracteres asiáticos por todos lados. No tengo ni un leve recuerdo de cómo eran exactamente aquellas calles. Diría que grises, con fruterías abiertas por todos lados, como los padrinitos puertorriqueños. No había paredes, todo eran estanterías coloridas de mangos, piñas, sandías, manzanas, pitayas, lichis. La fruta iluminaba la noche, como una herida abierta en la gran manzana. Una herida jugosa, asustadora. Risa de payaso macabro. Alerta de la naturaleza. En medio de la oscuridad y la grisura, el amarillo de las bananas era una señal de alerta.

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Sin avisar

El condominio del chino no era más alegre. Las paredes de la escalera tiraban a concreto cetrino y su decoración era inexistente salvo por unas enormes grietas que rompían el silencio del hormigón. Aunque había un ascensor de madera, quizá fabricado en los años previos a la Gran Depresión, Chino, (a partir de ahora le llamaré así) nos conminó a subir los escalones. Es sólo un piso. ¿Qué esperábamos? Llegábamos sin avisar, de gorrones al Queen de los chinos. No había bienvenida de ningún tipo. Nos quedamos en dos literas, yo me quedé la de abajo, Luis la de arriba y en la misma habitación, pero en una cama singular durmió Chino con nosotros.

Para mí bastaba: era noche cerrada y, contra todo pronóstico, tenía un techo sobre mi cabeza. Al día siguiente Chino nos invitó a desayunar en la casa que nos sirvió de cobijo. Unos cereales, un café soluble, té. «Sólo vengo cuando tengo que tratar con inquilinos y si Liu y yo salimos hasta tarde. Esto es lo que hay, pana». Nosotros agradecidos. Con 20 años no extrañas el café de tueste natural ni desayunar fruta y nueces.

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Salimos al espantoso frío de la ventisca y dimos un paseo con Chino, Liu y su ombligo al aire. Mi atuendo caribeño consistía en un vestidito desmangado de cuadritos en rojo y beige, y una camiseta beige, de manga corta. Por suerte, me hice con unas medias en GAP antes de partir. Mi calzado era cerrado y siempre me acompañó aquella chupa de extraño material que ni recuerdo de donde salió. Chino nos llevó a casa de sus padres. Una mansión residencial de una manzana con suelo de parquet. Hay que quitarse los zapatos, me dice Liu en su perfecto inglés de Queens. Padre y madre están al fondo del salón, tras una enorme mesa. Juegan un silencioso ajedrez. No levantan la vista del tablero, están concentrados. Chino nos hace pasar a la cocina para tomar unas sodas de sabor indescriptible.

El respeto reverencial de Chino a sus padres es asombroso. Nos sentamos con nuestro refresco, como en un funeral. Sin decir ni media y con temor a que se nos escape una risa tonta. Terminan la partida y un grito provecto en orientés gutural termina en alarido. Ah, es la señal. Chino cuchichea con los progenitores y nos llevan a comer a un sitio de chinos. Antes pasamos por los padres de Liu. Por lo visto, desde que se prometieron, los futuros consuegros comen juntos todos los sábados. Hoy era sábado.

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Jerarquías

El espectáculo del restaurante jamás ha desaparecido de mi mente. Carritos con comida no paran de rondarte todo el tiempo, como mariposillas blancas humeantes y olorosas. El padre elige primero. Las jerarquías imperan y el que paga, manda y en este caso pagará él. Elige unos noodles crujientes y deliciosos que jamás he vuelto a probar en mi vida. Las visitas a los orientales occidentales siempre son decepcionantes porque hasta el día de hoy, y han pasado 30 años, no he logrado comer nada similar. Ni sus rollitos de primavera, que son cocidos, casi un postre, ni las delicias innombrables de aquel día.

La toallita húmeda y caliente al llegar al restaurante no era una pijez de vuelo busisnes, sino la cotidianidad en aquel lugar que se veía humilde, nada lujoso, limpio, blanco, reluciente; sin los olores a aceite requemado de los orientales occidentales. Nada olía de más ni de menos, sólo la comida frente a tu plato, las sonrisas de los camareros; La sonrisa del padre de Liu disfrutando del manjar y el padre de Chino más que satisfecho. Un hombre proveedor. Eso es lo que era hoy Mr. Wang y con este banquete lo había demostrado. Luis y yo éramos los únicos occidentales del lugar. Me miraba embelesado. La noche antes me pidió ser novios y casi me da un ataque de risa. Vaya una situación para ennoviarse. Cierto que él también hizo su papel proveedor proporcionándome un techo y esta rica comida de forma indirecta.

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Los noodles descansaban en el plato. Estuve a punto levantar los palillos para dar paso a la gula. Sin embargo, estaba demasiado llena. De pronto, los noodles empezaron a culebrear y a elevarse frente a nuestros ojos.

Mr. Wang sacó una flauta diminuta de madera antigua. Los caracteres sembraban el instrumento y parecían moverse al tiempo que las notas escapaban por la ranura. Los noodles continuaron su danza sexy. Alcanzaron una altura considerable. Se elevaron de la mesa con un ritmo cada vez más frenético. La virtuosidad se materializó en Arabesques y jettés. Ya casi a la altura de la lámpara, los fideos se acostaron, se abrazaron unos a otros en un Sirtaki inesperado.

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Los comensales del restaurante aplaudían y asentían con la cabeza en señal de admiración y regocijo. Alguien gritó con alegría algo parecido a una salmodia, un estribillo. Chino nos tradujo: «Bienvenidos invitados, bien servidos y alimentados, mañana seréis nuestro festín. Hoy vuestra vida ha acabado».

Los chinos nos miraban con alegría rabiosa y un brillo preternatural en sus ojos que tornaron su color cetrino al amarillo. Amarillo chillón, como el puesto de fruta de vibrantes colores que nos recibió la noche anterior, que nos lanzó una inequívoca señal de alerta que nuestra inocencia no captó. Agarré a Luis de la mano y lo empujé camino de la puerta. Corrimos sin mirar atrás. Al otro lado de la ciudad nos aguardaba una habitación atestada en Lexington Av.

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En el hotel con cascada nos sentimos a salvo. Aquella noche dormimos juntos por primera vez, sobre la moqueta, debajo de la cama. Hicimos el amor en silencio y soñamos con paraísos orientales.

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