Y la vida a lo suyo, dando vueltas
Si la máscara esconde la expresión, cómo logra este trío de actores y dramaturgos de Ulunka estrujarte el corazón como un limón para ponerte al ... borde de la ternura, de la risa desatada y del dolor sangrante, ese del que volvemos la cabeza para que ni nos roce. Los tres creadores-actores han logrado un artefacto perfecto del teatro de máscaras, que funde y agita el humor con la ironía, el desconcierto con el desgarro, las frustraciones y todas esas esencias del ser humano. Las máscaras son el primer impacto de esta propuesta de la compañía guipuzcoana en coproducción con el Centro Dramático Nacional, el Teatro Arriaga de Bilbao y el Teatro Victoria Eugenia de Donostia.
No son máscaras realistas, como las de los antiguos griegos, o neutras como las japonesas, sino expresivas, con la intención de agrandar las dimensiones de la cabeza y el rostro, del que no puedes apartar la mirada. Son un trampantojo de guiñol infantil. En los ojos perdidos en la hondura insondable de esas caretas se lee la tristeza, el desvalimiento, la sorpresa, la incredulidad, un enfado contenido, la pregunta constante, las hendiduras que moldea la frustración y también, claro, la capacidad de hacer daño. Esa máscara podríamos ser cualquiera de nosotros.
El trabajo de expresión corporal de los tres protagonistas es abrumador. Prescinden del gesto actoral y de la palabra, y logran sobrecogerte, atraparte y que te los lleves grabados en la frente. Ya lo consiguieron con sus dos montajes anteriores de máscaras, 'André & Dorine' y 'Solitudes', en los que también habita la incomprensión y los exilios interiores. En 'Forever', que se mostró la noche del sábado en el 54 Festival Internacional de Teatro, Música y Danza de San Javier con el listón por lo alto, te ponen la vida por delante de los ojos. Todo empieza en un hogar de recién casados en esos momentos en que aún todo es posible, reñir y reconciliarse, hacer el amor en una final de Liga, anhelar y engendrar.
La historia viva gira sobre una plataforma que va dando vueltas a la vista del espectador como un recurso cinematográfico con sus barridos continuos. La tarima circular está dividida en tres porciones: el dormitorio de la pareja, el salón y la habitación del hijo, cuya discapacidad física marca el devenir de la familia. Como suele ocurrir, todo empieza bien y podría ir a mejor pero –como dice Eduardo Galeano, «el 'pero' es la palabra más puta»–, como tampoco nos extraña, la vida sucede como le viene en gana, girando y girando, mientras nosotros hacemos otros planes.
Lo que les pasa es lo que le puede pasar a cualquiera. La paternidad, los errores de educar, la discapacidad, la sobreprotección, la sexualidad, el acoso al diferente, los celos, la violencia. Con tantas cosas que empezamos a hacer antes de haberlas aprendido, como ser padres, lo raro es no equivocarse, por eso el montaje no juzga a los personajes.
Los tres escenarios van cambiando casi de forma imperceptible, como lo hace el tiempo en las casas familiares. Un retrato de dos que pasan a ser tres y que termina hecho añicos, casi como el corazón de terciopelo rojo que al principio es un regalo con flamante etiqueta y termina roto, manchado e inútilmente remendado, como si se les hubiera salido del pecho a los protagonistas y lo viéramos corromperse a la vista.
Al mérito de esa emocionante interpretación, que te lleva de la ternura a la hilaridad y el horror, se suma el hecho de que todo, pero absolutamente todo, lo hacen sólo los tres actores. Ellos mueven muebles, cambian la iluminación y se transforman en los otros cuatro personajes ocasionales cambiando de ropa y careta.
En los ojos perdidos en la hondura insondable de esas caretas se lee la tristeza, el desvalimiento, la sorpresa, la incredulidad
Iñaki Ricarte imprime un ritmo de latido vivo a la historia, sin pausa pero con la coherencia necesaria que encadena los desastres humanos. La mujer y madre, Garbiñe Insausti, tiene una credibilidad y un temblor que asustan. Es la creadora de las máscaras, pero también coautora de la historia y, por supuesto, la columna vertebral de la narrativa. Su escena convertida en percusionista loca que ya no tiene nada que perder, es memorable. El padre y el hijo, Edu Cárcamo y José Dault respectivamente, enriquecen sus roles hasta conferirles una autenticidad reconocible, tanto en el afecto como en la ira.
El marco musical está exquisitamente escogido. Desde la feliz ligereza de Cesárea Évora a la gravedad de nuevos compositores, como Nicolas Britell (autor de la banda sonora de 'Succession'), las bellas melodías de Ludovico Einaudi, la inquietud de Kelpe o el desazonador final con Hans Florian Zimmer –dos Óscar–, te arrastran al asfalto ardiente de la vida en el que, a veces, aterriza felizmente el teatro.
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