Comala, el puebo que sabe a desdicha
A Comala se viaja cuando uno va a morir, escuché decir siempre a los profesores de literatura, cuando abríamos el libro que estaba a punto ... de cambiarnos la forma de leer. No del todo, pensaba yo. A Comala se va cuando ya se está muerto. Un paso anterior a ser olvidados. Eso lo supe no después de haberme leído 'Pedro Páramo', sino tras conducir durante horas, kilómetros de tierra partida por el sol, en el Pacífico mexicano. Quise encontrar a Juan Preciado, de camino con su pollino, bajo un sol abrasador, o al propio Pedro Páramo, terrateniente de varias generaciones, rondar por las noches de luna llena la casa de Susana San Juan. Creí contemplar a la propia Susana San Juan, recién salida de la adolescencia, con un vestido blanco en el que se le transparentaban los senos. Pero no vi nada de eso. A Comala solamente llegan los muertos. Y yo no soy un muerto.
Lo primero que debería sorprender es el motivo por el cual alguien vivo querría visitar un pueblo en el que solo viven muertos. Hay muchos casos en la historia de la literatura de hombres y mujeres que han padecido este mismo impulso. Llámenlo capricho o necesidad. Odiseo extrañaba a sus compañeros de barco. Eneas se dejó una cuenta pendiente en las noches de amor con Dido. Dante llegó tarde a su cita. Juan Preciado, sin embargo, acudió a Comala, al lugar de los muertos, para buscar el origen de su nacimiento. Sonaría paradójico si no supiésemos que el nacer y el morir son dos flexiones fortuitas del tiempo, y que solamente en esa aldea mexicana, los muertos se comportan como vivos, y no al contrario.
Yo no pude ver Comala porque sobreviví a aquella carretera que conectaba el sur de Jalisco con Colima, el beso del océano Pacífico que recibe el desierto mexicano. El viaje duró doce horas y el conductor bostezaba en cada curva, mientras en el arcén de la carretera los vendedores ambulantes vendían gallos de pelea, tamales y calaveras de falso cristal. No la vi, claro, pero sí la leí. Llevaba el libro entre mis manos. Lo llevo en la cabeza desde que lo descubrí en la adolescencia. El pueblo en el que Pedro Páramo castigaba a los pobres y desvirgaba a las muchachas sin compasión se componía de unas cuantas calles polvorientas. Muros blancos que daban sombra a los perros a la hora de la siesta y cactus que enlucían las tardes al brillar, mojados por el sol. Había un cañón, el de la Media Luna, donde los hombres salían a buscar venganzas a caballo, y haciendas de rejas negras y rosales, para que las mujeres no se escaparan y los padres pudieran ahuyentar el espíritu del señor Páramo. Era un territorio de leyes básicas. Mandaba uno y los demás ardían.
A Juan Preciado le costó más trabajo entender de qué se trataba aquello. No sabía que al descubrir Comala establecía una relación directa con su memoria y también con su existencia. Buscaba un nombre, Pedro Páramo, porque su madre, en el lecho de muerte, le había confesado que solamente detrás de ese nombre se escondía la identidad de su verdadero padre. Entró, entonces, en un territorio de casas cerradas, donde se escuchaba el susurro de unas voces envejecidas, el ritmo de unos pasos cansados que no tenían cuerpo. Juan Rulfo pensó titular su obra 'Los murmullos', porque toda la novela se compone de murmuraciones vanas, lamentos que nacieron hacía décadas y de los que solo queda el eco. Finalmente se impuso la causa del dolor y Pedro Páramo, con su efigie de galán espoleando a su caballo, titularía el libro que cambiaría la literatura Hispanoamericana para siempre.
Comala existe, pero no es Comala. Hay una Comala en el estado de Jalisco, pero esta se distancia mucho de la descrita por el autor en el libro. La resonancia de su nombre, sin embargo, tiene la envergadura suficiente para aplastar cualquier realidad. Los detectives literarios han creído descubrir que, en realidad, la aldea de Tuxcacuesco responde a la veracidad de lo descrito. Esa es la ciudad de los muertos, en la que las sombras hablan, en la que el dolor es tan grande por el mal recibido que no hay tiempo suficiente para calmarlo. Aquella es la infancia de Juan Rulfo, entre pueblos desolados con identidades legendarias: Sayula, San Gabriel Tuxcacuesco, Comala. Lugares es los que se mató en la Revolución, donde los defensores de Cristo hicieron la guerra para no morir de hambre. Ese lugar en el que el pequeño Rulfo se quedó huérfano y empezó a hablar el lenguaje de los muertos.
Por eso 'Pedro Páramo' es un libro cuyos personajes tienen el alma podrida y la carne se desmorona como las piedras. Por eso hay pueblos que saben a desdicha. Comala es uno de ellos.
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