Animales mitológicos (3): un té en Manhattan con Sigourney Weaver
Abril, 1995. Hace frío esta mañana. Paseo por la calle 116th. Muy cerca se encuentra Columbia University, accedo a la plaza principal y me asombro ... de la imponente estructura neoclásica. Las escalinatas, las columnas, el friso, la escultura y ese Alma Mater que se clava en los ojos como un 'leitmotiv' indeleble. La soledad de aquella mañana envuelta en niebla me regala un paisaje fantasmagórico que podría pertenecer a cualquiera de las edades del hombre. Una magia inesperada ante mis ojos. La catedral del conocimiento.
Columbia ha aparecido cientos de veces en cientos de películas. En 'Tal como éramos', por ejemplo, donde la Streisand es una estudiante comprometida que se manifiesta y lucha contra el fascismo español ante el desdén y la burla de sus compañeros de clase.
Subo unos escalones y entro en la secretaría. Fantaseo que soy una alumna más. Me quedaría entre estas paredes para siempre. Observo a las jóvenes de mi edad ¿Cómo serán? ¿Cómo habrán llegado aquí? ¿Tendrán familias adineradas? ¿Viven de las becas como yo? Respiro el olor de los estudios. Esa palabra viejuna que decían nuestras abuelas. Es bueno que tengas estudios. Sí, abuela. Lo que tú digas.
Escucho el crujir de los suelos de madera, me quedo pasmada ante un tablón de anuncios, como si pudiesen decirme algo concreto. Algo que me interese. El próximo semestre comienzan unos cursos sobre la historia del feminismo. Haría un pacto con el diablo para quedarme para siempre entre estas paredes y estudiar semestres infinitos. Abarcar el conocimiento, sumergirme en el aroma de los libros y la tinta fresca. Los hay que encuentran su vocación en la religión. Columbia sería mi monasterio y mi encierro sagrado, divino, feliz.
Deja de soñar, pardilla. Aquí estás de prestado, te dieron una beca, volaste desde la islita de Puerto Rico y esperas los cuatro días que faltan para subirte al vuelo charter de turista. El vuelo más barato del mundo en aquellos aviones Pan Am que aún sobrevivían en los noventa donde tu asiento está en la mitad. En el centro. No se te ocurra salir de ahí en pleno vuelo. No podrás.
Vuelvo a la 116th. La niebla se levanta con pereza. La mañana de hoy es un 'Brigadoon' con todas las letras. La calle sigue muy vacía. Apenas son las 10.30 de un día laborable. A un lado de la amplia avenida están las míticas librerías de ejemplares únicos y diferentes. Los escaparates lucen algo de Isabel Allende y de Arturo Pérez Reverte. Si entras, tendrás que bajar unos escalones de madera. Más crujidos en el suelo. El librero te mirará con desconfianza. Hueles a turista. Se te nota a la legua que eres una becaria, que te falta el pedigrí de sus clientes habituales. Quiere que te alejes. Ni se te ocurra ojear su mercancía con tus sucios dedos. Soy blanca, quizá parezca italiana. Siempre se lo he parecido a los americanos, a los británicos, no sé a qué viene tanta mala vibra. Fijo, odia a los turistas del color que sean.
Intimidada, regreso a la calle. El tipo estaba en lo cierto: no iba a comprar nada. Los dólares que me quedaban son para almorzar algo de rancho cerca de los muelles. Algo que sucederá horas más tarde cuando atraviese toda la ciudad, sin mapas, en busca del mar.
Pero ahora estoy en la 116th, en una calle con niebla, desierta, solitaria. Apenas algún camión de reparto rompe el silencio. En la acera de enfrente me la encuentro. Es Sigourney Weaver. Lleva un precioso abrigo verde botella. Alta como una torre, toma de la mano a una niña. Imagino que es su hija porque desconozco cualquier cosa de la vida privada de esta actriz que me encantó en 'The Ghostbusters' y en 'Working Girl'. No, no la vi en ninguno de los 'Alien', pero sí en infinidad de films y series donde la Weaver siempre era el toque de calidad de un producto de buena factura. Siempre estaba impecable. Como aquella fría mañana de abril. Ella con su abrigo. Yo con mi chupa de cuero, mi desmangado caribeño por encima de la rodilla, helada como un polito de limón. Despeinada, como casi siempre. El pelo largo, salvaje, frente a la imagen de su perfección. Todo estaba en su sitio hasta la niña. Nunca recordaré de qué color era su abrigo. Si rosa, blanco o azul pastel. Siempre dudo. El verde botella de Sigourney inundaba la 116th. ¿La asustaré si cruzo la avenida y me presento? ¿Pensará que le quiero pedir dinero? ¿Una dirección?
Dejo de hacerme preguntas y con mi espíritu aventurero a lo Cristobal Colón me lanzo a por la estrella. Hola, soy una estudiante de España, estoy de viaje por Nueva York y sólo quería decirle que admiro su trabajo. No, no le pedí un autógrafo, algo que siempre me pareció el colmo de la horterez, salvo que un escritor te firme un libro.
Me contesta en español que encantada, me presenta a su preciosa hija Charlotte, que en aquel entonces apenas tenía cinco añitos. Vivimos aquí al lado, ¿te apetece tomar un té con nosotras? Por supuesto que me apetecía. Ya no recuerdo nada más, como si la emoción nublase mi cabeza y provocase una amnesia feroz. Una superestrella me invita a tomar el té en su casa. ¿Y los guardaespaldas? ¿Y la 'nanny'? ¿Y la 'maid' con cofia? Ni rastro.
«Charlotte y yo estamos solas esta semana haciendo cosas de chicas». Tanta confianza daba miedo. Sigourney con su gran boca y sus grandes dientes parecía querer hincarme los ídem, pero sólo atacó a un macaron de caramelo. A las dos de la tarde estaba de vuelta a las calles. La realidad había regresado y mi siguiente destino eran los muelles.
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