Animales mitológicos (4): hoy quiero contarte una cosa: pronto dejaremos de vernos
Día gris, fondo de polución y tráfico pesado. Mis pasos se encuentran entre la Biblioteca Nacional y el Museo del Prado. He pasado cientos de ... veces por este trocito de calle. Una ola de viento arranca las hojas amarillentas de una 'Butia capitata'. Las hojas vuelan, suspendidas, juguetonas frente a mí. Un regalo inesperado en la callejuela sorprendentemente solitaria. Dos chicas taconean enfundadas en sus gabardinas. Visto un abrigo ligero de Custo. Cuadrados blancos y negros con una cenefa de flores en raso. Todavía lo conservo, aún me lo pongo. Cada invierno me digo que debo llevarlo a una modista para que le cambie los botones y arregle un poco el interior con forros y entretelas. Está un poco deteriorado de las pocas veces que lo metí en la lavadora. La costurera de mi barrio, esa que vive en un segundo sin ascensor, espera y espera la fantástica prenda. Nunca me acuerdo.
Recuerdo la coreografía aérea -ese confeti de la naturaleza- como algo fundamental en la vida. Como si aquel día asistiese a un milagro de aire y frío. A la luz especial de una jornada como otra cualquiera en la capital, pero especial para mí. Bill Evans sonaba en mis auriculares.
El rugir del tráfico no me toca. Esta ciudad impía no me toca. Esta ciudad hoy me acoge como nunca porque antes siempre fue hostil y descreída. Hoy duele menos porque alguien me ha creado un pequeño hogar al que regresar.
Allí tengo mis cosas. No muchas, porque ese hogar provisional no lo hacen las horas, ni los espacios. Lo hacen las palabras, la música. Algunos silencios. El amor, ese amor me creaba una casita cada vez que lo visitaba, aunque nunca me sentía totalmente a mis anchas. Un día, algo desolado, asomó su cabeza mientras me duchaba: todavía no te sientes en casa conmigo. Lo noto.
En la tienda del museo le compré una libretita Moleskine de papel pautado que le encantó. Creo que no la usó jamás, pero la atesoraba como un bien precioso. Lo que no se quitaba, en ningún caso, fue un colgante de acero, muy moderno, que le regalé. Una especie de gota de agua estilizada, atada al cuello con una tira de cuero negro. Como si fuera viejo roquero de los que nunca mueren, vestía a menudo camisetas negras y vaqueros negros. Su marca favorita: Armani Exchange. Nunca iba de señor. Odiaba esos pantalones de pinzas y los zapatos de cuero. Mocasines de la desesperanza. Se llegó a comprar unas All Star. No andaba demasiado cómodo con ellas. Increíblemente, le quedaban como un guante.
Mis caminatas por la capital siempre son eternas. Comienzo en Ventas y acabo en Moncloa. O trazo una línea que une las Torres KIO con el Ministerio de Agricultura. Hoy me siento perezosa, quiero llegar antes. Le llamo. ¿Vamos a comer a algún sitio distinto? Comer, qué horterada. No, vamos al de siempre. Nos sentamos en La Vaquería, donde le cobran un disparate por unas tostas con berro y queso y dos vinos. Pero sí, me gusta el sitio. Es muy pijo, dice él. Pues como tú, qué quieres. Te pega mucho.
Hoy quiero contarte una cosa. Creo que pronto dejaremos de vernos. Estoy en tratamiento con quimio. Sí, ya sé que no se me ha caído el pelo. No del todo. Todavía falta. Déjame hablar, no me interrumpas porque no seré capaz de terminar. Prosiguió: soy un perdedor y me voy a morir. No me quedan dudas. Lo de los tratamientos es porque se empeña la familia. Ellos muestran la esperanza que yo no tengo. ¿Recuerdas cuando me enfadé tanto por que no me llamaste hace un año? Es que no fue una operación de vesícula, te mentí. Me extirparon un pequeño tumor en el estómago. Por eso estoy más delgado. Porque este es el último vino que me tomaré en lo que me queda de vida. Considéralo una última cena.
Ya no supe qué decir. Las hojas de'Butia capitata' volaban ahora alrededor de mi cabeza. Los oídos se cerraron con un pitido ensordecedor. Creo que fue mi primer ataque de pánico. Cerraba los ojos y de nuevo aparecía ante mí el confeti de la naturaleza. Así que era esto. El regalo del viento escondía un mensaje siniestro.
Tengo miedo, confesó, mientras resbalaba una lágrima que mojó la copa de vino, que mojó la tosta. Que mojó mi corazón, tal vez, para siempre. Si yo hubiese sabido que estabas tan mal habría venido a verte más veces, idiota. ¿Por qué me sueltas esto ahora? ¿Por qué me lo has ocultado? La impotencia magnífica. La pena magnífica, se escapaba de entre los ventanales de La Vaquería. Y no podré acompañarte, claro. Ni podré cuidarte, ni despedirme de ti. Esta es la despedida, mi amor. Y la tristeza me succionó al pozo de los vacíos. Y ya no habría paseos por Madrid capaces de llenar su ausencia.
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