Tom Waits en el Mercadona de Gran Vía
Hay una isla en nosotros a la que debemos escapar algunas veces
Ayer colapsé. Fue el final de un proceso que había empezado el viernes pasado. Iba andando por la calle mientras hablaba por teléfono, como siempre, y se me resbaló. Lo vi caer a cámara lenta y estrellarse contra un adoquín. Una raya roja en la pantalla me dejó claro que necesitaba otro. Al día siguiente tenía otro de la misma marca, pero cometí un error estúpido en la contraseña y todo se volvió un infierno. Es un infierno leve, pero era mi infierno. Aquel accidente estúpido y de fácil solución quitó la anilla a una granada que yo llevaba dentro. Todo el mundo necesitaba algo ya; un informe, un texto, una factura, una idea, un plano…
Vivimos una vida insoportable. Tenemos miles de frentes abiertos en un tiempo en el que todo tiene que ser inmediato. La metáfora perfecta es cuando alguien te manda un 'whatsapp' para que respondas a un correo electrónico que has recibido hace una hora. Ese mensaje te llega cuando estás en casa o en un restaurante o viendo a tu hijo jugar al baloncesto. Acto seguido vas a la aplicación y respondes al correo dejándote la vista.
Entonces me fui a las redes y lo conté. Llevaba días bajo una presión infinita y creo que no voy a llegar a ser ese ancianito que pasa los 100 años, de hecho sospecho que voy a morir 'viejoven'. Me ha dado por pensar que, cuando entregue mi corazón al horno crematorio, nadie podrá reclamar nada por defectos de fábrica; su uso está siendo impecable incluso en malas condiciones, como estos días pasados. Me pregunto qué desparecerá antes de mi cuerpo calcinado. Mi gastado cerebro se contraerá dentro de la calavera unos segundos antes de que los huesos colapsen y el cráneo se quede en astillas. La ventaja es que, al no dejar el cerebro restos, nadie podrá demostrar mi secreto: que es bastante ramplón.
Todo esto no se debe contar. Debemos ser fuertes, afrontar todo, ser autoexigentes. Aunque Byung-Chul Han lo dice con otras palabras, el éxito del hipercapitalismo es habernos convertido en esclavos de nosotros mismos. Soy mi esclavo y soy un esclavista cruel. Debo mostrar la dureza más rigurosa conmigo mismo y lo hago. Nunca me fallo, no dejo nada sin hacer, nada sin cumplir. Pero la tormenta que había empezado con la caída del móvil me hizo parar. Sentí unas ganas tremendas de llorar pero no pude. Hace mucho que no lloro y esto me dio aún más tristeza. En aquel colapso volví a ser lo que soy, un niño desorientado. Parezco tener solución para todo pero no es cierto, es un disfraz de 'cowboy'. No tengo certezas, envidio a los que sí las tenéis.
En medio de todo esto nuestro hámster se quedó sin comida. Se llama 'Flofi' y elige los cereales. Es muy exquisito y no se come, ni loco, el sésamo. Le gustan las pipas, cacahuetes, maíz… y no cualquiera, le gusta el de Mercadona. Llegué a casa con los críos a las 7 después de las extraescolares y el parque. Estaba agotado pero 'Flofi' necesitaba su comida y se negaba a comer otra cosa. Cogí el abrigo y el mp3, donde llevaba 'Closing Time de Tom Waits', que me había regalado mi compadre Jose Filemón por mi cumple. Bajé a la calle con el cielo nublado y mucho frío. Estaba vacío por dentro, como roto. Me sentía muy triste. Tal vez debí elegir otra música menos melancólica, pero no lo hice. Iba andando por la calle de Jesús Abandonado intentando vencer la curiosidad que me hacía mirar quiénes eran los que verdaderamente tenían mala suerte y desemboqué en la plaza de la Catedral con 'Hope I don't fall in love with you'. Llegué a Mercadona con 'Virginia Avenue'. Estaba totalmente aislado de los demás, Waits era el sonido de unas calles que parecían tener el color de las canciones, y entré en Mercadona. Soy experto en transitar supermercados con los auriculares. Cuando voy a pagar sé qué responderle a los cajeros y, cuando el chico me habló, sin oírlo, supe que tenía que decirle «sí, deme una bolsa», pero no era eso. Me quité los cascos y me dijo que «hay una oferta de comida para hámsters». Esos segundos en los que me sacó de la música el mundo sonó espantoso, como mi derrumbe, así que me los volví a poner. Salí a la Gran vía y Waits hablaba de amor. Los reflejos de un charco mostraban luces que podían ser de cualquier ciudad. No estaba en Murcia, no estaba en ningún sitio. Estaba en mí mismo. Las calles me llevaron a la Catedral, iluminada a la barroca manera que hacía todo bello y cálido. La voz ronca y el piano me abrazaban como me abrazaba una ciudad que, un rato antes, era hostil y fría. Estaba en una isla. La presión iba desapareciendo, la música y el paseo por mis calles de siempre me estaban devolviendo a lo que soy. Entonces llegué a casa. Carolina hacía los deberes con Hugo, Martina jugaba al Lego, 'Flofi' se tiró como un guepardo a por los cacahuetes y yo me senté en la cocina bajo una luz focal, cálida. Ya no hacía falta la música, me había curado.
Hay una isla en nosotros a la que debemos escapar algunas veces. A veces es Tom Waits sonando en Mercadona.