Sería deseable que en cualquier tema de debate, y sobre todo en los importantes, la superficialidad diese paso al rigor y a la precisión debida. El relativo al Salario Mínimo Interprofesional (SMI) debería comenzar por recordar su definición, continuar con el análisis sobre la conveniencia o no de su elevación, y en su caso, en qué proporción, y acabar con el posicionamiento final que supuestamente habría considerado y ponderado las posibles consecuencias.
Publicidad
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) define el SMI como la remuneración que un empleador está obligado a pagar a un asalariado por el trabajo que este haya desarrollado durante un periodo determinado, y que no puede ser rebajado ni a través de convenios colectivos ni acuerdos individuales. Ello podría suponer una protección ante las remuneraciones indebidamente bajas, superar la pobreza y reducir la desigualdad.
Sin embargo, a la hora de concretar una eventual subida habría que atender al contexto concreto de cada momento, en el que el IPC debería estar presente, y a las consecuencias que se generarían. Como punto de partida hay que destacar que son las empresas las que asumen el coste y el Estado el que se beneficia del incremento de las cotizaciones de las empresas y de los trabajadores afectados. Pero es que, además, existe un efecto rebote que consiste en un deslizamiento salarial que terminan pagando igualmente las empresas ante la presión ejercida por los trabajadores con las retribuciones más próximas a las del SMI, y que reivindican mejorar también sus condiciones. Con todo, lo peor es la incidencia que cualquier subida suele tener en la disminución del empleo y que determinados estudios concretan en 50.000 parados más por cada punto incremental. La crítica a los mismos no parece muy creíble cuando, sin aportar ningún análisis fiable, defiende que la incidencia sobre el empleo es irrelevante.
Tampoco hay que ignorar que no todos los sectores se encuentran en similar posición. Como afirma Pedro Barato, presidente de ASAJA, la subida supondría una penalización añadida para el sector agrario, e igual podría decirse de las pymes de la hostelería, del turismo o del comercio. Ni tampoco olvidar los significativos incrementos experimentados por el SMI: nada menos que el 44% en cuatro años y del 29% en los dos últimos. Por eso, la constatación de que en el seno del Ejecutivo haya divisiones sobre la actualización evidencia que el espectacular incremento respondió a la necesidad de dar cobertura al pacto de gobierno suscrito entre el PSOE y Unidas Podemos antes que apostar por el interés económico del país.
Si se actuase responsablemente, y dadas las actuales circunstancias, en 2021 no debería producirse subida alguna, y en el siguiente año, cuando presumiblemente mejorará la situación, deberían ser la patronal y los sindicatos los que negociaran sobre esta cuestión. No olvidemos que los mismos agentes sociales alcanzaron un acuerdo por dos años que el Gobierno dinamitó con su desproporcionada decisión. Como sostiene el profesor Miguel Sebastián, exministro socialista, en estos momentos del ciclo la política económica debe ser expansiva, y la posible subida del SMI, pagada por las empresas, produciría un efecto contractivo, contrario al deseable.
Publicidad
La verdad es que seguimos instalados en una dinámica inquietante liderada por el ala radical del Gobierno, que en su habitual línea propagandística alardea de iniciativas cuyo coste pretende trasladar a las empresas o a los particulares. El reciente anuncio de la pretendida reducción del 50% de los alquileres de determinados arrendadores podría ser el penúltimo ejemplo de lo comentado.
Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión