Las uvas verdes
ALGO QUE DECIR ·
La comida necesita de ese componente afectivo y humano, no es una lavadora que se compra y se enchufaAhora que está de rabiosa actualidad, ahora que hasta los perros y otros animales domésticos se ponen el gorro y el mandil y se atreven ... a elaborar un menú de altura, ahora que la cocina ocupa páginas y páginas en los diarios y en los suplementos, llena docena de libros que se venden como salchichas, se multiplican los programas televisivos de un éxito inaudito con este tipo de contenidos, llego yo, que no soy nadie, y afirmo con cierta rotundidad que no vine a este mundo para guisar, que acaso tenga algunas cualidades como degustador, comensal o compañero de mesa, pero que en la cocina soy un desastre y me deprimo. Quedan pues avisadas las mujeres que buscan en el hombre ese atractivo culinario tan en boga hoy en día, ese desparpajo de cacerolas y sartenes, porque, al parecer, yo no soy su tipo.
Me reconforta en parte la proliferación de establecimientos donde se elaboran menús diarios o los que uno puede hallar a buen precio cada día en restaurantes con cierto encanto y las facilidades que el comercio nos da a todos los inútiles entre fogones. A cambio valoro esa sabiduría en los otros y aprecio los matices de una buena contienda de cucharas, tenedores y cuchillos. De hecho soy un admirador de todos los iniciados en estas lides, pero me resisto a incluirme en su nómina. Sé freírme un huevo más o menos, hervir unas patatas, pasar un filete de carne o de pescado por la plancha, hacer una ensalada y poco más.
La culpa de todo esto es mía, qué duda cabe, pero también es verdad que ninguna mujer con las que he estado me ha puesto en el brete de fajarme en la cocina, antes al contrario, he vivido siempre rodeado de excelentes cocineras que me agasajaban con sus delicias comestibles sin pedir nada a cambio. Tal vez por esto dirán ustedes que he estado mal acostumbrado y que ya va siendo hora de que aprenda, pero me temo que empieza a ser tarde y encima mi paladar ha tenido siempre, por suerte, un nivel excepcional y lo que yo he alcanzado a elaborar de tarde en tarde no ha estado, por desgracia, a su altura.
Hasta ahora me las voy apañando entre tiendas de comida que proliferan por doquier, en estos años más que nunca y que, al fin y al cabo, son negocios que fomentan el empleo y la riqueza del país, restaurantes económicos y de buena calidad, que también los hay, y alguna tímida y temeraria incursión en la cocina. Soy asiduo de alguno de ellos o de varios y en cada sitio encuentro una especialidad diferente, incluso el calor y la amistad de las personas que los regentan, porque la comida necesita de ese componente afectivo y humano, no es una lavadora que se compra y se enchufa de inmediato para hacer la colada. Yo creo que va siendo tarde para cambiar de idea. Mi madre era una buena cocinera y mi padre, un gran aficionado que siempre hizo las migas del invierno y de los días de lluvia, pero también los arroces de los festivos, con la familia reunida en torno a una monumental paella. Tengo grabados en mi memoria los arroces de primavera con habas, alcanciles y ajos tiernos, y, en ocasiones, bacalao seco desalado. También los imprescindibles y controvertidos arroces con pollo, conejo o pavo, porque no solo era la pitanza predilecta de todos, sino también el motivo de infinitas discusiones familiares en torno a vagas ortodoxias y heterodoxias gastronómicas tan arbitrarias y superficiales como el punto exacto de cocción del arroz, la sal justa, la proporción de agua y otras muchas disquisiciones que en aquellas comidas convertían la ocasión en un encendido debate sobre restauración.
Pues bien, ahora que se impone el hombre cocinero, el hombre amo de casa, el hombre doméstico, voy yo y reniego de todo esto, aunque tal vez sea porque las uvas están verdes.
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