La triste y áspera flor de la canalla
NADA ES LO QUE PARECE ·
Como un aluvión, arribaron a la capital de España centenares de escritores, de aún escasa fama, en busca de su minuto de gloriaLa reciente lectura –por enésima vez– de 'Luces de bohemia', la obra teatral de Ramón María del Valle-Inclán, que pasa por ser uno de ... los libros más geniales, extraordinarios y sorprendentes de la historia de la literatura europea del siglo XX, me ha hecho recordar –perplejo ante las aventuras de sus dos principales protagonistas, Max Estrella y su lazarillo don Latino de Hispalis– la bohemia española de los primeros años del siglo pasado, cuando desde todos los lugares de la geografía –Murcia incluida, con la presencia del lorquino Eliodoro Puche, ilustre habitante de la madrileña calle de la Luna–, como un aluvión, arribaron a la capital de España centenares de escritores, de aún escasa fama, en busca de su minuto de gloria, con la finalidad de colocarse como simples plumillas en algún periodicucho de la época y, a su vez, publicar sus libros en editoriales de renombre, algo que solo consiguieron unos pocos privilegiados, quedando el resto, la mayoría, en simples «poetas del arroyo», como alguien los bautizó con no muy buenas intenciones. También tuvieron que soportar, estoicamente, ser llamados «holgazanes en prosa y desvergonzados en verso», «la lepra de la imprenta» y «la triste y áspera flor de la canalla».
Y, sin embargo, todos ellos –a excepción de alguno de muy mal beber– eran completamente inofensivos. De poco dinero, sí, sin oficio ni beneficio, pero con muchas ilusiones; resignados, contemplativos, dulces hermanos de la cofradía de los desharrapados, entre los que cabe contar, como estrella rutilante, a Armando Buscarini, que, según testigos de la época, fue un asiduo de las frías duchas de los manicomios, Alejandro Sawa, quien inspiró a Valle el personaje de Max Estrella, símbolo de la bohemia heroica, y, sobre todo, el extravagante y satánico Pedro Luis de Gálvez, del que Juan Manuel de Prada, en su monumental novela 'Las máscaras del héroe', contaba que, para hacer más creíbles sus sablazos, paseó su desgracia de café en café, con una caja de zapatos bajo el brazo en la que reposaba un niño muerto.
Don Pío Baroja, elitista siempre, fue uno de los que más aversión mostró hacia la bohemia literaria y artística de su tiempo, que calificó de mito ridículo y repugnante. En alguno de sus libros, el novelista vasco, que logró vivir de su literatura, criticó la vida perezosa de estos noctámbulos, y no ocultó su disgusto por el hecho de que se pasaran las horas muertas en los cafés, maldiciendo de todo y de todos, haciendo alarde de su golfería, del alcohol, la suciedad y la falta de higiene.
La verdadera bohemia no era vivir de manera andrajosa, sino una condición espiritual
Más benévolamente, Gómez Carrillo aseguraba que ser bohemio no era sino no querer plegarse a los yugos de la vida burguesa y «tener la fuerte convicción de que, fuera del arte, el artista se agosta». El afamado cronista guatemalteco, que se instaló en Madrid, dejó escrito que la bohemia consiste «en tener veinte años y en comer más o menos raíces griegas o rimas raras o ensueños dorados, que gallinas trufadas y jamones en dulce».
Sin embargo, la verdadera bohemia no era vivir de manera andrajosa y de extrema penuria (lo que vino a ser una de sus consecuencias), sino una condición espiritual, «un aristocratismo de la inteligencia», como señaló Pepe Esteban, uno de sus mayores estudiosos. Muchos años después, a mediados de los sesenta, cuando todos estos artistas del hambre ya criaban malvas, el cantante francés Charles Aznavour resucitó a toda esta estrafalaria corte de los milagros dedicándole una de las más románticas y hermosas canciones de la época, 'La Bohéme', en la que pone en boca de uno de estos tipos de vida tan poco convencional, que «solo comíamos cada dos días/ los que esperábamos la gloria/ y, aunque miserables,/ con el estómago vacío,/ seguíamos creyendo».
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