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En tiempos de aflicción

A Pericles se lo llevó por delante la terrible epidemia que estalló en Atenas al principio de la Guerra del Peloponeso

Sábado, 12 de diciembre 2020, 01:27

Pericles, el estadista ideal según las fuentes historiográficas que le eran afines, revive y se reactualiza en la escena de nuestra dramática cotidiana. Él chupó tiempos oscuros en la Atenas del momento. Como nuestra alma es por naturaleza curiosa y ávida de espectáculos, y el mayor espectáculo es la marcha de nuestra política actual y sus debates parlamentarios, quién sabe si su figura puede enseñarnos algo, sea por afinidades o por contradicciones. Ambas, presuntas.

Rico y de linaje aristocrático, siempre se dejó asesorar por los mejores filósofos, como Zenón y Anaxágoras, de quienes aprendió la dialéctica sutil y la total compostura en sus gestos y ademanes, pues convenía a todo político esquivar la vulgaridad. Su inteligencia política fue evidente al convertirse en líder, ya que en principio abrazó la causa de los muchos y pobres en lugar de la de los ricos y pocos. Pero no por mero altruismo y generosidad, sino por ganar votos y popularidad frente a su oponente cuyo nombre omito aquí. Si bien es indudable que Pericles se apoyó en núcleos de gobierno considerados selectos, emprendió reformas constitucionales que garantizasen la obtención de cargos públicos a todos los ciudadanos integrantes tanto del Consejo cuanto de los tribunales de Justicia. Elegidos por sorteo, solo el requisito de ciudadanía era garante, difuminando así antiguas marcas monopolizadoras como patrimonio o nobleza. Estratega casi vitalicio, creó un modelo de ciudad ejemplo para todos sin exclusión, propios y extraños, cuyo nombre era democracia. Honrando la memoria de quienes antes vivieron y, por su valor e integridad, supieron entregar una Atenas libre a las nuevas generaciones, nada se infringía de lo tocante al Estado y al bien común. Pero no por temor a los jueces, sino por obediencia a las leyes. Esta lealtad a la legislación se destaca así como la premisa orgánica del privilegio indiscutible de ser ciudadano. Un ciudadano intachable en su intención y comportamiento, que cuida las cosas del Estado pertinentes al bien común como de las suyas propias y que usa las riquezas más para las necesidades que pudieran surgir que para la ostentación y la vanagloria. Una ciudadanía gestora que discutía previamente, con cabeza y criterio, cómo debían hacerse las cosas a favor del Estado, evitando así la osadía de la ignorancia o la tardanza por la apatía. Un Estado, en suma, que tampoco despreciaba las alianzas con otros, ni se lo podía permitir en los años bélicos y difíciles del liderazgo de Pericles, con la amenaza lacedemonia a las puertas. Pero que procedía a ganar amigos haciéndoles beneficios antes que recibiéndolos. Bien sabe el favorecido que, haciendo otro tanto, paga lo que debe.

No excluía este modelo de democracia el evergetismo de dar comida diariamente a los atenienses necesitados, vestir a los ancianos y alimentar y educar a los huérfanos de guerra hasta su mayoría de edad. Sin descuidar los aspectos lúdicos que tanto refrescan y nutren el espíritu, como subvenciones para las representaciones dramáticas y banquetes y tentempiés colectivos. Y, sin discusión, ornamentar a Atenas con las arquitecturas gloriosas que hicieron de ella simbolizada en el Partenón, el faro de la Grecia civilizada frente a la barbarie. Todo un programa para la eternidad, difundido como la Carta política de la excelencia por Tucídides y Plutarco, cuyas palabras he parafraseado en estas líneas. Seguro que más de un lector los conoce y otros se animan a hacerlo. Reflexionar lo merece.

Con el respeto que ambos autores me merecen, concluyo por mí misma. A Pericles se lo llevó por delante la terrible epidemia que estalló en Atenas al principio de la Guerra del Peloponeso, según cuentan por el hacinamiento de todo tipo de gente dentro de la ciudadela ya que las tropas enemigas hostigaban el terreno circundante. La atmósfera se iba haciendo viciada e irrespirable y el contagio era veloz y tremenda la sintomatología que todavía ahora nos estremece cuando la releemos. Aunque se dieron hipótesis sobre los pacientes o ciudad cero, como ahora se dice, nunca se supo realmente el origen de aquel fantasma letal y en parte desconocido. Pero hubo fuerzas para seguir adelante en mitad de tanta desolación. Quienes quedan vivos deben estimar la vida, en la memoria de los difuntos cuya esencia perdurable trasciende los epitafios.

Hemos mirado a los antiguos griegos. Nadie como ellos supo fundir en el mito lo sensorial y fantástico con la más veraz antropología de base elevándolo a categoría casi científica. Yo voy a subirme a mi azotea al caer la noche y me sentaré muy despacio en el terrazo. Y buscaré las constelaciones en obsesiva ensoñación. A Orión, a Andrómeda, a Casiopea. Pero, sobre todo, enfocaré a la Estrella Polar que siempre señala el Norte para no perderlo en estos tiempos de aflicción.

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