'Hey teacher, leave them kids alone'
A mí me sale otra tos de la garganta, el estribillo visionario de Pink Floyd
La pandemia de coronavirus promete reventar el sistema socioeconómico y proporcionar soledad incalculable y crematorio exprés para muchos españoles. Asombrosamente, no ha debilitado uno de nuestros instintos organizativos más insidiosos: el intervencionismo. Desde hace días, padres y cuidadores están siendo sembrados en su propia casa con un germen más antiguo que Covid: el de la curriculitis educativa, una epidemia doctrinal cuyo rasgo característico es la imposición de un catálogo de métodos y contenidos que la experiencia real ha descatalogado hace décadas.
En este periplo de aislamiento indefinible, aquellos bienaventurados que no contemplan la primavera por la ventana del hospital, ya tienen un aditamento para sus agendas: la gestión de las tareas infantiles en esta enseñanza 100% virtual. Un magisterio para el que no hay cuarentena: con cada canto del gallo toca rezarle a las plataformas virtuales y hacer las correspondientes maniobras de intermediación entre profesores y esas indomables criaturas que, sin el debido apostolado, podrían perderse cual ovejas descarriadas en el inadmisible territorio del ocio cibernético.
Al parecer, no es suficiente ingeniárselas para sortear al enemigo invisible y que el conjunto familiar permanezca inmaculado mientras los hospitales van gestionando el caos. En un país donde las despensas ya estaban reventadas de ansiolíticos, desestructuración financiera y mala hostia, no es bastante lidiar para que no falte comida, ir al trabajo sin accidentarse, hacer la compra sin tocarse, velar por la salud de los viejos deslocalizados o mantener la comunicación con los hijos expatriados. Todo contratiempo parece irrelevante frente a la trascendencia de la satisfacción programática. En este puritanismo judeocristiano debe hacerse constar que los profesores han cumplimentado los protocolos reglamentarios de la sacrosanta delegación psicopedocida y que los nenes han obedecido las normas y disciplinado sus horas. 'Show must go on', que diría Freddy Mercury contaminado.
Pues a mí me sale otra tos de la garganta, el estribillo visionario de Pink Floyd: 'Hey teacher, leave them kids alone!'. Que dejen a los niños en paz. Pues acaban de caer todos los muros y resulta que detrás había diásporas que no estaban dispuestas a obedecer. Virus nada virtuales que vienen para ocupar nuestras hacinadas colonias y montarse sin ticket en nuestras plataformas biológicas de dispersión global. Parásitos del inframundo que no van a respetar el 'Brexit' ni el criterio eugenésico capitalista, los controles del tío Trump o los límites de Schengen.
Como profesor, me pregunto si frente a este siniestro, la prioridad debe ser agotarse manteniendo el dispositivo multitarea, o cumplir programaciones ideadas en la era del fútbol. Me pregunto si es prudente dejarse partir la cabeza por quien no supone plus alguno para la supervivencia y si no convendría reducir el entrometimiento supervisor y dejar que las familias organicen sus inclinaciones colaborativas. Pues no sabemos lo que va a suceder ya que no hay experiencia empírica con los caprichos epidemiológicos del patógeno; tampoco con nuestra respuesta inmunológica a medio plazo. Cabe pues concentrar energías en salvar vidas, cuidar enfermos, proteger al virtuoso personal sanitario y evitar contagios masivos. No confíen en las previsiones. Se lucran de nuestra necesidad compulsiva por contener el desasosiego que genera la incertidumbre. En todas las lenguas semíticas, predicción y profecía son la misma palabra.
Todas las profesiones son conspiraciones contra los laicos (G. Bernard Shaw) pero la nuestra –nos repetimos– pretende promover el librepensamiento. ¿Y si nos permitimos el lujo de pensar? ¿De verdad nos hemos creído que si los niños pasan unas semanas descontrolados se producirá un cataclismo cognitivo? Si dejamos a los niños en paz, tenderán a calmarse –y a colaborar– de forma natural.
Asombra que nuestro estilo de vida nos haya hecho tan propensos a distorsionar la realidad. Estamos ante una oportunidad irrepetible, un tiempo precioso para el aprendizaje de las grandes lecciones que se salen del temario: las de la paciencia, la templanza, la austeridad y la solidaridad. Un tiempo también para que los educadores pensemos en nuestra fragilidad corporal y recordemos con estoicismo y valentía que, cuando la naturaleza se desborda, hay que confiar menos en la planificación y más en la razón.
Hace mucho tiempo que observé mi modesta misión pedagógica a través de un prisma filosófico que se me estaba oxidando: si los majaderos de arriba no me consideran molesto es porque algo estoy haciendo rematadamente mal. Por eso sugiero ahora sentido común, o sea, desobediencia frente a la insensatez. En el caso de los grandes desastres, Hobbes es siempre pertinente: «'Primum vivere, deinde philosophare'» (primero vivir, luego filosofar). Y a los padres atemorizados les recuerdo que no hay vida sin esfuerzo ni virtud sin riesgo.