Solo el amor nos salvará
Galería T20 ·
En armarios tapados por cortinones de terciopelo de ese rojo que cubrió el siglo XIX se escondían cajas con fotografías de gente que ya ni sabíamos cómo se llamabaDenostamos las imágenes porque recibimos miles, millones. Las creemos devaluadas hasta que, de repente, una rompe el umbral entre realidad y ficción. Ocurrió el sábado. Siempre he pensado que los dioses existen porque los niños mueren, porque no hay forma de seguir viviendo sin una razón superior. Llevar la hipótesis de ese dolor a la primera persona es para mí insuperable: pensar en la posibilidad de que mueran mis hijos. Lo acabo de escribir, he tragado saliva y he añorado el tabaco después de dos años sin fumar.
He crecido en una de esas casas en las que, como en todas, murieron niños. Mi familia siempre ha estado bajo la sombra de una de esas muertes, una tía mía que falleció siendo un bebé, levantando sin querer un viento que devino huracán con el los años. Todo el mundo sabe que el viento vuelve loco y este viento penetró en la razón de todos los que he tenido siempre alrededor. La casa de mi abuela ocupaba un lugar entre la vida y la muerte. En armarios tapados por cortinones de terciopelo de ese rojo que cubrió el siglo XIX se escondían cajas con fotografías de gente que ya ni sabíamos cómo se llamaba. Daguerrotipos, ferrotipos, estereoscopios de viajes a París para ver la construcción de la Torre Effiel y centenares de cartones con una imagen en blanco y negro, la melancolía cristalizada, convertida en un residuo físico protegido de la luz por papeles de seda. Gentes que murieron hace décadas, alguno más de un siglo. Había entre esas fotos un niño durmiendo, sentado en una silla con el atrezzo propio de un pionero de la fotografía. Tendría unos 3 años, vestía de negro con un sombrero atado a la cabeza y estaba muerto. La rata de biblioteca que siempre he sido rebuscó hasta encontrar otra foto parecida, en el mismo fondo rosa, del mismo autor. En ella mi tatarabuelo Ezequiel, que tiene una plaza junto a Bartolomé, aparecía arrodillado junto al niño. Esta vez el niño estaba sentado en una camita y vestía una bata negra. Estaba vivo. Era la foto anterior a su fallecimiento. Mi tatarabuelo quiso conservarlo vivo y después debió ceder a la costumbre de conservarlo muerto. Esta última no es rara, sí lo es desplazar un fotógrafo con su pesado equipo para aprehender los últimos ratos de tu amor que se va para siempre. Cómo me apetece fumarme un cigarro, Dios mío.
El sábado publiqué aquí un artículo sobre los mortichuelos, fotografías de niños difuntos. Lo hice como historiador, busqué datos, recopilé placas y escribí algo que fuese legible. Actué un poco como periodista, destaqué los aspectos más cruentos en determinadas fases. Lo publiqué en Facebook y esperé el previsible aluvión de 'likes'. Al fin y al cabo también acudo, como otros muchos, a mendigar aprobación a las redes sociales. Mucha gente empezó a opinar. Yo estaba en el cumpleaños de mi amiga Conchita y lo seguía a ratos. Nada parecía fuera de lo normal.
A eso de las 10 de la noche, una amiga, Begoña Cortijo Ardila, publicó en mi 'post' la foto de un bebé y escribió debajo del reportaje esto: «Mi hijo murió el día de su nacimiento. Solo tengo de él mis emociones de esos 9 maravillosos meses, sus cenizas y esta foto que le hizo su padre. Cada vez que la veo agradezco no poder olvidar su cara, su belleza. Su tacto lo recuerdo, pero su cara la hubiera olvidado, hay gente que me ha reñido por mostrar su foto como la muestra una madre de su hijo vivo (que seguro que me hacía daño, mejor borrar todo lo que sea dolor). No, no me lo hacía, me sirvió para poder superar, qué miedo le tenemos a la muerte, yo, como la he abrazado, sé que no me da miedo». No sé cuántas veces he llorado leyendo estas líneas. Se llamaba Ángel Aaron. Después otra amiga, Manuela contó su pérdida y Rosa rindió homenaje a su hija Belem, que tenía 24 años cuando falleció hace 14. Las líneas aparecían en la pantalla y las lágrimas eran inevitables.
Sigo sin saber cómo reaccionar. He pasado el fin de semana escribiendo, leyendo, jugando con mis hijos..., pero no he podido dejar de pensar en esto. Me sentí muy mal por no haber entendido la reacción que podía provocar mi artículo. Tardé en volver a leer estas palabras que me han marcado para siempre y decidí escribir esta columna porque en todo siempre tiene que haber un fin positivo. He hablado con Begoña desde entonces y he encontrado campos infinitos de amor y ternura en una medida desconocida y he aprendido a ver la muerte de otra manera. Ahora siento una extraña serenidad. Parece una frase hecha, pero no cabe el miedo ante la pérdida de un hijo, ante la pérdida de nadie en realidad. Sí cabe el recuerdo emocionado: ella lleva siempre la foto de su hijo. Cabe el valor terapéutico de contar la propia historia con valentía para reafirmarse en lo que uno es y en lo que lo ha llevado a ser lo que es. Mirar la pérdida desde el amor porque solo el amor nos podrá hacer salir adelante. Solo el amor podrá expulsar a la locura que viene de la mano de la muerte.
Sirvan estas líneas tan torpes como homenaje a Begoña, a Mavi, a Rosa, a Asun. Y a mi abuela. Qué fácil es escribir esto sin haberlo vivido.