Resplandor de fuegos no apagados
Un soneto de Rafael Alberti, 'A Roma': Dejé por ti mis bosques, mi perdida / arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados / hasta casi el invierno de la vida.
Dejé un temblor, dejé una sacudida, / un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados/ojos sangrantes de la despedida.
Dejé palomas tristes junto a un río, /caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte./Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tú, Roma, a cambio de mis penas, /tanto como dejé para tenerte.
Cuántas veces en la literatura, en el arte o en la ciencia, una frase, un poema, resume miles de páginas que hablan sobre un acontecer de la vida.
Recordemos, a modo de espigado, cómo Dante se emociona ante el saludo que le hace Beatrice.
Tanto gentile tanto onesta pare / la donna mìa quand'ella l'altre
choque lingua deven tremando muta / e li occhi non ardiscon regardare...
e par che de su labia si move / un sprito soave piend'amore
che va diciendo a l'annime:
sospira.
Miles de páginas condensadas en el encuentro entre el príncipe Andrei Bolskonki y Natacha ('Guerra y paz') o el feroz arrebato del canónigo magistral don Fermín de Pas ante Ana Ozores ('La Regenta'). Tantos y tantos episodios literarios que nos traen a la memoria algún sentimiento de este estilo cuando contemplamos al ser amado o deseado.
Pero no solo la literatura, sino en otros campos de la cultura y de la ciencia; qué mejor ejemplo de la decadencia de la monarquía católica que el retrato de las Meninas, donde Velázquez tiene la osadía de ponerse él en primera línea y dejar al rey Felipe IV al fondo del cuadro, desvaído, reflejado en un espejo, tal como era su inmenso imperio en esos años.
O qué decir del 'Himno de la Alegría' de la Novena, que se ha convertido en el símbolo de esa Europa unida y solidaria con la que casi todos soñamos.
También si hemos tenido ocasión de presenciar la muerte pacífica y ejemplar de alguien querido:
Así, con tal entender / Todos sentidos humanos/ Conservados
Cercados de su mujer / Y de sus hijos y hermanos / Y criados
Dio su alma a quien se la dio / El cual la dio en el cielo
En su gloria / Que ante la vida perdió
Dejónos harto consuelo / Su memoria
(Que nos dijo Jorge Manrique en sus 'Coplas').
Vuelvo al principio y así me ocurre con el soneto que encabeza esta reflexión: todo el exilio español después de la guerra civil del 36, con las miles y miles de páginas de Luis Cernuda, Pedro Salinas, Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro o, en otros ámbitos, Picasso, Buñuel o Grande Covián, Del Río Hortega, maestro de Rafael Méndez, y hasta los más cautos Ortega y Gasset y Marañón.
Todos reflejan en sus páginas o en sus obras ese dolor, ese temblor, ese resplandor de fuegos no apagados. Ya más de un siglo antes, en 1823, los exiliados españoles a Inglaterra, por su condición de progresistas y, a riesgo de perder la vida por las artimañas de aquel encanallado rey que nos tocó, causaron una magnifica impresión en las clases ilustradas londinenses por su rigor patriótico, austeridad, buen estilo y solidaridad entre ellos. Personajes como José Blanco White (¡leánlo por Dios!), Antonio Alcalá Galiano, José Canga Argüelles o nuestro paisano de Lorca Antonio Pérez de Meca conde de San Julián.
Así han sido nuestros liberales y progresistas durante estos últimos dos siglos; por no tirar hacia atrás en el tiempo de ese hilillo que nos conduce a otros heterodoxos españoles tan respetados por Azaña como abominados por don Marcelino.
En esta ocasión he escogido como paradigma a Alberti la inmensa tristeza del transterrado, anhelante de volver a su patria, a su arboleda perdida y errante por el Mar del Plata o por Roma, hasta que nuestro benemérito Régimen del 78 los trajo a morir aquí, a su puerto de Santa María, a España donde nunca debió de salir, como tantísimos otros.
Coda: mi tío abuelo Félix Templado Martínez, secretario general del Partido Izquierda Republicana (Azaña), murió exiliado en México a principios de los 70, no llegó a ver la libertad en su patria.