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El relato único, la crisis y la comunicación

Esta última palabra (o su hermana pequeña, el diálogo) sufre hoy un terrible sobreuso: todos la mencionan aunque ninguno la pone en práctica

Jueves, 7 de mayo 2020, 00:58

«Cuando rechazamos el relato único, cuando comprendemos que nunca existe una única historia, recuperamos una especie de paraíso», señala Chimamanda Adichie, escritora y novelista nigeriana. El relato único del que habla la autora aparece en el momento en el que intentamos entender la realidad de manera simple y unívoca, con respuestas directas, fáciles de entender, explicar y asimilar. Respuestas sesgadas que caben en un tuit, en un wasap, en una imagen de Instagram, en un bulo. Respuestas contundentes, categóricas, que cierran la conversación pues no hay nada más allá de ellas. El relato único del que nos advierte Adichie, lleva a clasificar nuestro mundo en posiciones excluyentes de buenos (nosotros) y malos (todos los demás), porque como poseedores de la verdad absoluta que somos, los que piensan diferente, no merecen ser escuchados. Es más, esos otros que no comparten nuestra propia postura, deben ser aniquilados, simbólicamente hablando, borrados del mapa. De esta forma, el adversario político termina convertido en un auténtico enemigo.

Durante estas últimas semanas, se han colado en nuestras conversaciones diarias expresiones del tipo «No hay plan B» o «Deben ir todos a la cárcel» y hemos conocido propuestas políticas, a modo de pócimas mágicas, que han sido presentadas ante los medios de comunicación y no ante los organismos competentes. Todas ellas son falsas salidas a una situación, la actual crisis humana que vivimos, que es compleja y que, como tal, requiere de propuestas complejas y no de declaraciones y ocurrencias panfletarias. Obviamente, las soluciones complejas de las que hablo no son una imposición de unos sobre otros, ni son brindis al sol de cara a la galería y la televisión, sino que deben construirse a partir de la integración de las voces de los diferentes actores sociales. A esto le llamamos pluralismo, a la convicción de que la convivencia a partir de la diferencia no solamente es posible, sino que es, ante todo, deseable. Y por eso, la salida a la actual encrucijada pasa por promover grandes (y complejos) consensos sociales en el que todos los grupos (políticos, económicos, cívicos) que respetan las reglas del juego democrático, sientan que su voz ha sido escuchada y respetada. Supongo que, llegados a este punto, la pregunta clave es: ¿cómo promover condiciones sociales que favorezcan esta convivencia plural e integradora de la que hablo? Y mi respuesta: mediante la comunicación.

La comunicación es un proceso social que nos lleva al entendimiento del otro, del entorno que nos rodea y, aún más, de nosotros mismos. Para que la comunicación sea posible, todos los participantes deben querer comunicar, esto es, deben querer llegar a un entendimiento, estar dispuestos a tender puentes y a dejarse algo en el camino. Porque dos no comunican si uno no quiere. Desde este punto de vista, la comunicación nos permite superar la distancia que nos separa de ese otro que es diferente a nosotros. Y es aquí donde radica la clave que sustenta a las democracias plurales modernas: la comunicación promueve la convivencia pacífica e integradora de los grupos e individuos que son diferentes en términos ideológicos, culturales, sexuales, raciales, de género, religiosos, socioeconómicos, etc. Por eso no puede haber democracia sin comunicación.

Ahora bien, la comunicación, como toda realidad social, tiene sus reglas y condiciones y quien participa en ella debe estar dispuesto a asumirlas: la búsqueda del terreno común y el respeto y aceptación de las diferencias; el diálogo, la transparencia, la empatía y la escucha; la correspondencia entre mensaje e intencionalidad; la capacidad crítica para percibir al otro desprovisto de estereotipos y prejuicios; la confianza mutua, etc.

Me temo que hoy la palabra comunicación (o su hermana pequeña, el diálogo) sufre un terrible sobreuso: todos la mencionan aunque, en realidad, ninguno la pone en práctica. Por eso, los líderes políticos que no estén dispuestos a asumirla, tendrían que dar un paso atrás en pos del bien común. Deberían irse y dejar que otros intenten reconstruir los puentes que el cortoplacismo, la polarización y la crispación han hecho saltar por los aires. Porque solamente la integración nos va a permitir superar de forma humana y democrática esta situación. Nos jugamos mucho, es en la comunicación donde está esa 'especie de paraíso' en el que se encuentra la salida de esta crisis y nuestra propia felicidad.

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