Radicales y sensatos
Hay una tendencia a ofrecer soluciones simples a problemas complejos, recetas sin contraindicaciones, sin aristas, que solo parecen traer ventajas
Cada cierto tiempo, normalmente unas décadas, las ideas económicas dominantes dejan de dar respuesta a las inquietudes y necesidades de la gente.
Sucedió en los años 30, tras la gran depresión, cuando se vio que el sector privado no podía garantizar el pleno empleo y el Estado pasó a tener más protagonismo en la gestión económica. Pasó tras la Segunda Guerra Mundial, cuando occidente comenzó a desarrollar el estado del bienestar, que pretendía garantizar una serie de derechos sociales y económicos tras una guerra enormemente traumática. Y sucedió también en los 80, cuando, tras una etapa de estancamiento económico, desempleo e inflación, el liberalismo, el individualismo y el impulso a la globalización ayudaron a promover la prosperidad.
Pues bien, está ocurriendo de nuevo. En muchos países aumenta la frustración de una parte importante de la población, a medida que los frutos del crecimiento no llegan a todos, la desigualdad y precariedad laboral crecen, la movilidad social se estanca y arrecia el temor al cambio climático, sobre todo entre los jóvenes. Las dos crisis sufridas en una década han agudizado esas tendencias. ¿Cómo puede cambiar el discurso económico para responder a las demandas sociales?
La primera clave pasa por reforzar la calidad del debate público, que es la base para tomar decisiones informadas. Hay una tendencia a ofrecer soluciones simples a problemas complejos, recetas sin contraindicaciones, sin aristas, que solo parecen traer ventajas, y aceptamos o rechazamos sin más, según se ajusten a nuestras ideas preconcebidas. Como si entre el blanco y el negro no estuviese el arcoíris. Esa dinámica alimenta la polarización, el populismo y la toma de malas decisiones.
Por ejemplo, la emigración puede tener efectos positivos sobre la economía y otros ámbitos, pero también plantea retos de integración que no se pueden soslayar antes de tomar decisiones. Si no hablamos de las dificultades que conlleva una medida –y cómo resolverlas–, podrán surgir tensiones que desacreditarán políticas que en conjunto son acertadas. Las buenas ideas hay que justificarlas con argumentos correctos y reconociendo posibles consecuencias indeseadas.
El segundo cambio consiste precisamente en reconocer que aunque los cambios económicos sean positivos, no siempre benefician a todos y eso hay que afrontarlo. La irrupción de China permite comprar productos más baratos y reorganizar las economías desarrolladas para producir cosas de más valor. Sin embargo, ha tenido un efecto negativo sobre los empleos de menor cualificación. El avance tecnológico nos hace más productivos y suele generar bienestar, pero obliga a muchos a reconvertirse, y eso no es fácil. Resulta necesario atender a las personas y regiones más golpeadas por esos cambios. Afrontar las consecuencias indeseadas de políticas que generan descontento. En este sentido, es importante contar con una red de seguridad bien diseñada, que genere incentivos para la formación y el retorno al mercado laboral. Y una verdadera reforma educativa, especialmente donde el abandono escolar es alto y las evaluaciones de calidad pobres. Esto no es nuevo, pero su trascendencia aumenta cuando el mundo cambia tan rápido.
En tercer lugar, la disciplina espartana ya no ha de ser una prioridad en todo momento. Hace unos años un papel muy activo del sector público podía ser contraproducente, porque la deuda pública pagaba altos tipos de interés y competía por los recursos financieros con el sector privado. Nada de eso es hoy un problema. Apoyar cuando es preciso no significa que haya barra libre indefinidamente, pero sí mientras que la recuperación económica no esté consolidada. Tampoco significa que cualquier política sea idónea. Por ejemplo, en este momento es buena idea ayudar a empresas viables, pero no a las que no lo son. No siempre es fácil distinguirlas, pero qué sentido habría tenido hace unos años apoyar a los fabricantes de cassettes o a los videoclubs. También es básico impulsar la inversión en I+D+i, por mucho que sus frutos tarden en madurar.
Por último, reforzar la cooperación. Muchos de los desafíos que afrontamos necesitan respuestas globales, como la lucha contra el cambio climático. A largo plazo los beneficios de la transformación a una economía baja en carbono exceden con mucho el coste de la inacción. Sin embargo, a corto plazo no todos los países quieren asumir el coste de la transformación y eso alienta la tentación de viajar como polizones, mientras otros reducen emisiones para beneficio de todos. Por eso es preciso lograr un consenso o al menos una masa crítica comprometida para forzar un cambio drástico y compartido. Por ejemplo, imponiendo aranceles a las exportaciones de los países que no reducen sus emisiones.
Mejorar el debate público, reorientar el papel del Estado y lograr consensos para preservar los bienes públicos globales son desafíos básicos. Hace unos días Tony Blair dijo que «el problema es que los radicales no son sensatos y los sensatos no son radicales». Y sí, no es tiempo para insensateces, pero tampoco para gradualismos.