España lleva demasiado tiempo instalada en modo 'excepcional' y, como todo lo que se repite, la excepción amenaza con convertirse en costumbre. La excepcionalidad institucional ... en todos los ámbitos –del político y jurídico al judicial y económico– pone en riesgo la normalidad democrática y constitucional. La mejor vacuna contra el populismo, la polarización y la partitocracia es recordar que, sin instituciones sanas, la democracia es mero decorado, pura simulación. Hoy nuestras instituciones muestran signos inequívocos de fatiga». Este es el diagnóstico con el que comienza un reciente memorial, 'Por la recuperación de la normalidad democrática', suscrito por insignes juristas de nuestro país.
La advertencia debe ser tenida en cuenta: corremos el riesgo de dilapidar, vaciándola de contenido, nuestra institucionalidad o, lo que es lo mismo, nuestra democracia. Y sin instituciones sólidas sólo podemos esperar que crezcan demonios. Porque, por muchos fallos e imperfecciones que pueda tener una democracia (que sin duda los tiene), no hay alternativa mejor. Si algo nos enseña la historia es que cuando las democracias han fallado y la ciudadanía ha escuchado cantos de sirena para apostar por otros regímenes (desde el comunismo al fascismo) el resultado es trágico.
En el caso español, llevamos años haciendo las cosas regular, tirando a mal, desde el prisma institucional. Hace más de una década ya surgieron aires regeneracionistas que alertaban de prácticas corrosivas que se iban consolidando. Hablábamos de los riesgos de la degeneración partitocrática y, tras la crisis económica, se subrayaron las carencias de nuestro sistema representativo. Hubo entonces una ventana de oportunidad para haber acometido las reformas necesarias y se malogró. Mirar atrás es un ejercicio de nostalgia, pero también ayuda a comprender que el diagnóstico se hizo y se propusieron tratamientos muy pertinentes, que todavía hoy pueden inspirar para aquellos que seguimos creyendo que no hay otro camino que apostar por mejorar nuestra democracia.
Sin embargo, los vientos actuales soplan en dirección contraria. De hecho, en la actualidad podemos afirmar con rotundidad que estamos sufriendo el primer Gobierno 'populista' de nuestra historia, con el coste que ello puede tener para el sostenimiento del sistema democrático. Es cierto que muchas de las patologías vienen arrastrándose desde hace años, pero se advierte un agravamiento cualitativo y cuantitativo que es el que permite adelantar ese calificativo directamente como 'populista' y, esperemos, que no caigamos pronto en el de 'iliberal'.
Así, en este último lustro, hemos visto cómo se han desmontado dos pilares esenciales de nuestro Estado democrático de derecho para extender una forma de gobierno populista: por un lado, nuestro país se gobierna hoy 'sin' el parlamento, como adelantó el presidente Sánchez. El parlamento, espacio privilegiado para la deliberación y la discusión entre la mayoría y la minoría que expresan la pluralidad social, ha quedado en un mero decorado para escenificar desencuentros y lanzar consignas, mientras se le hurtan los grandes debates políticos: desde la inversión en defensa, a la política energética y las responsabilidades por el gran apagón hasta contar con unos presupuestos como es obligación constitucional. Por otro lado, la colonización partidista ha permitido desactivar los principales contrapesos institucionales y a los órganos de supervisión, desde el Tribunal Constitucional al Banco de España. Además, desde el Gobierno se alimenta un clima de enfrentamiento con el Poder Judicial que le permite eludir la necesaria rendición de cuentas ante los graves casos de corrupción que se ciernen sobre el mismo. A lo que se añade la preocupación ante las reformas que pretende impulsar de la carrera judicial y de la instrucción penal, ya que pueden terminar afectando severamente a la independencia judicial.
Para colmo, a nivel territorial la mayoría que sostiene al Gobierno va avanzando hacia una mutación de nuestro orden constitucional para conseguir instaurar un sistema confederal de signo plurinacional que difumine la unidad nacional y la solidaridad interterritorial.
Una degeneración populista que encuentra su origen en la mutación de nuestro sistema de partidos a un bibloquismo polarizado tras la moción de censura, y, especialmente, después de las elecciones de noviembre de 2019. La actual legislatura ya nació sobre un acto, la amnistía, apoteosis del populismo iliberal, pura corrupción política. Una amnistía que, con el permiso de nuestro Constitucional, no responde al interés general y resulta contraria a los principios de igualdad y de seguridad jurídica, como ha declarado la Comisión Europea. Va siendo hora de dar un volantazo.
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