¿Cómo perdimos la ciudad?
No tenemos mucha intención de recuperarla porque nos han vendido una idea que desnaturaliza el hábitat urbano y lo convierte en un espacio comercializado
El lunes me atropelló una bici, nada grave, pero es la tercera vez y ya había asumido que los peatones hemos perdido el derecho a andar tranquilos frente a los ciclistas que piensan que todo es suyo, que son centauros que gozan del privilegio de ser hombres y caballos a la vez, peatones cuando les va mejor ir por la acera y coches cuando es más corto por la calzada. Sin embargo, esta mañana un ciclista ha estado a punto de atropellar a mi hija Martina cuando cruzábamos un semáforo en verde para nosotros, rojo para él, en una de las nuevas vías para bicicletas. Ya no solo están por encima de los peatones, también están por encima de las normas de circulación. Los semáforos son para peatones y coches, no para ellos. Lo triste es que soy ciclista, así que no me queda más que citar a Estanislao Figueras, primer presidente de la Primera República española cuando dijo: «Estoy hasta los cojones de todos nosotros».
A raíz de estos incidentes he visto cómo los ciudadanos estamos perdiendo la ciudad. La historia del urbanismo es fascinante y viene a ser el intento de crear un monstruo a la manera de un 'Frankenstein' arquitectónico, y que su existencia facilite las de los moradores que, como si fuesen pequeños parásitos, la habitan. Millones de personas poblando el gigante, haciéndolo suyo. La utopía de convivir en un espacio de todos que crezca pero siga siendo habitable, el sueño de la igualdad del hombre. Sobre el papel suena perfecto, pero no es tan fácil.
En algún momento alguien descubrió los parquímetros en Estados Unidos y luego pasaron a Europa. Los ayuntamientos se financiaban cobrándonos por aparcar en calles que previamente habíamos pagado y cuyo mantenimiento seguimos pagando. Perdimos parte de nuestra ciudad y lo asumimos, pero entonces llegó la idea de privatizar las plazas. Fue un proceso largo, al principio estaban las terrazas con mesitas que daban vida y color, que animaban y enriquecían los barrios. Eran permeables, se atravesaban y no afectaban a la estética. La ciudad seguía siendo la misma. Pero en invierno para el ayuntamiento peligraba esa renta, así que se permitió que las plastificasen, además así se podía fumar. El espacio dejó de ser permeable y una legión de romanos en formación de tortuga pareció ocupar el centro de la ciudad. Perdimos las plazas.
Nos quedaban los barrios más apartados, los menos queridos por el ayuntamiento, pero una nueva legión, esta de necesitados, privatizó esos espacios: los gorrillas. En La Fama, en Murcia, durante un tiempo una decena de chicos subsaharianos te ayudaban a aparcar. En realidad se ganaban el euro que les dabas porque te buscaban el sitio, te colocaban en huecos pequeños y hasta movían coches sin freno de mano. Por la tarde, otra legión de zombies con el cerebro perforado por la heroína pedían ese impuesto revolucionario, pero solo moviendo el brazo señalando un sitio que ya estabas viendo. Poco a poco los segundos van tomando el espacio de los primeros. Es comprensible su acción, necesitan ese dinero, pero cada vez es más frecuente la intimidación. Se están moviendo al centro ante la inactividad de la Policía y ahora actúan también sobre la zona azul, de manera que pagamos dos impuestos, uno al Excelentísimo y otro al pobrísimo. No les doy nunca y me han rayado el coche dos veces. He decidido convertirme en un mártir en la reclamación del espacio urbano que nos están robando; iré con mi palma al chapista las veces que haga falta, pero a mí no me extorsiona nadie.
Hasta ahí era tolerable, pero llegó el maratón semanal. Hace ya años no es posible cruzar el centro de la ciudad en coche. Un río que va entregando el alma al señor con zapatillas Asics interrumpe las arterias principales. No se pueden hacer esas carreras en una zona lateral, en un barrio o en un polígono: tienen que atravesar el centro de norte a sur y de este a oeste. Soy corredor dominguero y hace unas semanas intenté cruzar la carrera que tocase ese día en beneficio de la burbuja emocional que tocase. Me cayó encima un torrente de insultos de los otros corredores, de los oficiales que emulaban el chiste aquel de 'uno va en direccón prohibida ¿uno? ¡Todos!'. Nos gritaron a mí y a una señora con un carricoche que llevaba diez minutos enfrente del Victoria y no le daban bola.
Hemos perdido la ciudad y no tenemos mucha intención de recuperarla porque nos han vendido una idea que desnaturaliza el hábitat urbano y lo convierte en un espacio comercializado puesto al servicio del interés del ciudadano. Del ciudadano que tiene un comercio, claro. Tengo un comercio y debiera agradecer esas medidas pero no. Echo de menos una ciudad menos cuqui en la que la vida era natural. Tal vez hubiese menos macetas y los grafitis fuesen de verdad y no la decoración en la que los ha convertido la domesticación municipal, pero hubo una Murcia que fue nuestra, en la que disfrutábamos de espacios físicos y mentales que hemos abandonado.
Malos tiempos para un 'flâneur', pero no me hagan caso, soy el clásico disidente que piensa que andar es revolucionario y que siente nostalgia de la ciudad tantas veces perdida.