Volvernos islandeses
Apuntes desde la Bastilla ·
Los niños de familias sin recursos se tendrán que conformar con la lectura compartida en el aula, con un libro para tres alumnosLa última encuesta encargada por la Federación del Gremio de Editores de España nos anuncia que no somos Islandia. Estos vikingos adorables han evolucionado tanto ... que ahora pasan la Nochebuena en silencio, leyendo sesudas novelas de misterio, iluminados solamente por una vela, mientras renuncian al encuentro familiar con los tíos de Salamanca, a las tertulias políticas con altas dosis de alcohol entre el suegro y el padre y a la ingesta desbordante de marisco. Todo un género literario mezclado con un bodegón barroco. Hay intelectuales españoles que anhelan que las Nochebuenas patrias sean así, con toda la repelencia que conlleva leer en la mesa con los cuchillos afilados y el vino abierto. Pero hay tiempo para todo. Por supuesto. Si los españoles deciden no leer durante el año, ¿por qué iban a hacerlo precisamente mientras está naciendo el niño Jesús?
Al menos, el 35,9% de los españoles afirman que nunca han abierto un libro. Yo no soy quién para levantar el estandarte de la moral y recordarle a un trabajador que pasa doce horas en una oficina, en la mina, en la obra o limpiando escaleras las virtudes que tiene la lectura. Bastante tiene con juntar los euros a final de mes y contribuir a su bienestar y a la construcción del futuro de sus hijos. Pero es ahí, precisamente, donde mi trayectoria profesional me hace detenerme, montar una acampada en la Puerta del Sol de todos los hogares y enarbolar los lemas sesentayochistas en pos de la lectura. Allá donde la familia no pueda llegar, sí debe estar el Estado. Y el Estado, amigos, es el primero que abandonó los libros y los llevó a la pira del cura y el barbero.
Por supuesto, me refiero a los centros educativos. Llevamos demasiadas décadas confundiendo igualdad con precariedad, cortando con la guadaña de la supuesta justicia social a todos aquellos que quieren sobresalir por esfuerzo o inteligencia. Una medida servirá como ejemplo. Hace ya años, en Andalucía, se prohibió que los profesores obligasen a los alumnos a comprar libros en la ESO, con el objetivo de suplir un supuesto desequilibrio entre las familias ricas y las pobres. La solución era tan sencilla como inalcanzable. Supongamos que quiero emular a mis mayores y mandar como lectura trimestral 'El camino' de Miguel Delibes, libro que a mí me resultó inspirador. Para hacerlo, la biblioteca de mi centro deberá comprar treinta ejemplares (que, en el mejor de los casos, es el número de alumnos por aula) para poder satisfacer la demanda. Y como ustedes entenderán, no hay presupuesto para comprar tantos libros, para todas las asignaturas, en un país que apenas apuesta por la educación pública.
Las consecuencias no las pagan todos por igual. Los niños de familias pudientes leerán, porque sus padres tienen los medios para que así sea. Asistirán a clases particulares, a piano, observarán cómo las paredes de sus casas, en mayor o menor medida, están forradas por estanterías, y dentro de ellas, más allá de las fotos de los abuelos y de la boda de los padres, crecen los libros. Allí estarán para auxiliarlos, en un menester que la escuela pública les priva y de la que se ha lavado las manos durante décadas. Los niños de familias sin recursos se tendrán que conformar con la lectura compartida en el aula, con un libro para tres alumnos, cuando no se proyecta en la pizarra. El libro convertido en una losa, pegado a los deberes de la tarde, los exámenes y un río de tinta que se interpone entre su libertad, su felicidad.
Las bibliotecas son el reducto contra las adversidades del futuro. La importancia de coleccionar libros, de contar experiencias a través de las páginas, repercute en el hábito del futuro lector. Observamos estos últimos años que las pantallas han sustituido a la lectura. Y no solo. El móvil ya ha sustituido a la conversación, a las relaciones humanas. Ahora los niños piensan a través del teclado y se expresan con vídeos. En la pantalla son quienes querrían ser. La vida se les está imponiendo como un simulacro, como una ficción, diferente a la de los libros. Y todo ello no nace de la nada. Lo ven en sus padres. Lo ven en nosotros.
El presidente de la Federación del Gremio de Editores se lamentaba ante los datos, afirmando que un «tozudo tercio de españoles jamás abre un libro, entra en una biblioteca o visita un museo». No soy muy optimista con que los datos mejoren en los próximos años, observando cómo las administraciones imponen medidas para mejorar la lectura, ineficaces, inexplicables, con un recorrido tan efímero como el del flash de las cámaras fotográficas. Quizá cada vez sea más difícil encontrar en nuestros jóvenes a una Madame Bovary o un Quijote, embebidos por la lectura. Detrás de cada niño, hay un mayor que proyecta su sombra. Y si esta sombra se alarga con un libro en la mano, tal vez seamos, en el futuro, algo parecido a islandeses en Nochebuena.
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