Mi silla vacía
Apuntes desde la Bastilla ·
Por más que pasen los años, por más que el calendario corra como un bolero entonado en un vinilo, no puedo dejar de acordarme de todos los que no estánMi abuelo solía recordar en Nochebuena la muerte de su padre, precisamente aquel día, hacía tantos años que se formaba una borrasca en su frente ... cada vez que lo pensaba. Eran otros tiempos, al menos para la mirada de aquel niño que era yo y que pensaba que todas las Nochebuenas de su vida iban a estar resguardadas por la presencia de sus abuelos, perennes como secuoyas prehistóricas, presidiendo la mesa, mirando el fuego y los nietos multiplicados por la alfombra. Mi abuelo hablaba de una noche con niebla, el frío colándose debajo de la puerta, la cena servida entre las velas, humeantes, y las campanas de la iglesia llamando a la Misa del Gallo. En un tiempo sin teléfonos, sin prisas, recibió la noticia al poco de empezar la liturgia de las gambas y el caldo, y la noche pasó a la historia como la cita en Samarra del cuento oriental, cada año, cíclica como las estaciones, para despedir a un padre.
Él hablaba de su padre sin dolor, con la serenidad de quien sabe que está próximo a cumplir el dictado de la generaciones, más cerca de la memoria de los ausentes que de las conversaciones de los vivos. Pasado y presente disputándose una guerra perdida, porque el futuro era aquello vedado para él. Consciente de que cada Nochebuena era una prórroga, que las Navidades se componían de últimas veces, de despedidas, adoptaba una mirada serena sobre los días que disfrutaba. Hablaba lo justo. Medía las palabras con una balanza de sabiduría y no se dejaba sucumbir por pesimismos existenciales. Lo había hecho todo en la vida: dos guerras, el frío del frente de Leningrado, los trenes europeos con destino a Lorca, un matrimonio feliz y sencillo, años enteros pegado a las cintas de casetes de Karajan dirigiendo la Filarmónica de Berlín y un huerto que le cayó del cielo donde crecieron sus hijos, sus nietos y las palmeras plantadas por él mismo.
Me gusta imaginármelo en las Nochebuenas posteriores a la pérdida de su padre, a esa silla vacía en un extremo de la mesa, donde luego se sentaba a asar castañas o a leer a Ken Follett o Miguel Delibes. Pienso en esa imagen inventada, en las noches de niebla y olor a pólvora que son las Navidades de mi infancia. Es una visión que me ayuda a respirar cuando vuelvo a Lorca, a reencontrarme con todo lo que fui y que me asegura desde una ventana abierta de melancolía que es todo lo que sigo siendo. Mi abuelo, en una esquina del brasero, bebiendo un chato de CVNE, mirándome con ojos compasivos para que le sirviera un poco más, sin que se percatara mi abuela, guardiana de las esencias y los licores.
La niebla es evocadora, desde luego, y ayuda a comunicarse con los muertos. Al menos a conversar con ellos, que es la forma que tengo de pensarlos, de no olvidarlos del todo, aunque se me vayan borrando imágenes, instantes, caricias y olores. Esa visión de mi abuelo pensando en su padre muerto se sitúa en mi mitología navideña muy cerca de la Tregua de Navidad, ese milagro acaecido en 1914, cuando soldados franceses y alemanes depusieron las armas en las trincheras de Ypres para confraternizar, beber algo de vino juntos y jugar un partido de fútbol. Pienso en los agujeros en la tierra, en el frío doloroso, en las balas caídas junto a los cascos vacíos, anunciando que aquellos jóvenes se matarían al día siguiente. Ninguno sobreviviría, pero mi cabeza los mantiene despiertos, cantando villancicos con sabor a alcohol junto a sus enemigos. De eso se compone la Navidad, de memorias tristes rescatadas justo en el momento anterior a la catástrofe.
Hace muchos años que en mi casa hay una silla vacía. Bastantes más. Los años van poblando mis cenas de Nochebuena de sobrinos, de cuñadas, de amores que se han convertido en pilares sólidos de mi vida. Más que una casa con huerto, mi hogar es un estado del alma donde poder refugiarme. Pero a pesar de que cada vez somos más los que nos sentamos en torno a la mesa, me resulta inevitable no buscar, en la partitura de los presentes, los silencios. Por más que pasen los años, por más que el calendario corra como un bolero entonado en un vinilo, no puedo dejar de acordarme de todos los que no están, de aquellos que nunca volverán a ocupar su sitio en la cena, su lugar en el mundo, ya despojados de toda corporeidad, recluidos en un pensamiento alegre, en la melancolía de la sobremesa. Eso es la Navidad, dicen los anuncios, recordar a los que no están, hablar sobre los que se fueron. Mantener la llama viva de una memoria que arde de año en año. Procurar, por supervivencia, que los abuelos vivan en los nietos. Verlos en las copas de vino vacías. En el fuego de la chimenea. En las trincheras de nuestros días.
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