Apuntes desde la Bastilla

35 piedras

Ha sido vértigo. Un miedo que nunca he tenido. Una sumisión al fracaso, a equivocarme en el apoyo en el pie, a verme empapado de este dolor

Estoy jodido. Lo digo mientras apuro la cerveza en la plaza de un pueblo de Soria. Contemplo a esta hora de la tarde el Rollo ... que preside el espacio. Aquí ensartaban a los ladrones en el siglo XV y le cortaban las manos a los pirómanos. Al lado, enmarcando la panorámica, aparece una iglesia con sepulcros medievales en el jardín, para recordar al viajero que estamos de paso, que algún día también nosotros seremos huella en la piedra, como esta cerveza que se acaba. Termina la escena con el Ayuntamiento y su multitud de banderas y causas que apoyar. Todo junto y revuelto, las fuerzas vivas y muertas de este lugar, mientras la cerveza se acaba, como la tarde, y no me quito el malestar del cuerpo, y unos diez niños juegan al fútbol en esta misma plaza, con sus disparos contra la tranquilidad, contra el cristal de las botellas de vino y la carritos de bebé. Contra un hombre como yo, que se retira a un pueblo perdido en la sierra de Urbión para escribir este artículo, acojonado aún por lo que me acaba de suceder.

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No lo supero y me tiemblan las manos. Paseaba por la ribera del Duero, a pocos kilómetros de su nacimiento. Es aún un río manso (hasta Oporto lo es, en realidad, este camino alargado de alamedas y aguas llenas de poesía). En cierto momento, he visto una iglesia románica, con sus arcos y su cementerio a la entrada. Todo iba bien. Me he recorrido la península para ver esto, para sentir el eco lejano de los muertos antiguos, para escuchar el lamento agónico de los monjes en los monasterios en aquella barbarie de la desamortización. Y ahí estaba, cuando de repente he visto ante mí un vado del río, apenas treinta y cinco piedras sobre el agua, levitando en la corriente mientras la otra orilla me llamaba a gritos. Ven hacia mí, Pepe, en el Duero no hay Carontes, no hay nada que temer. Y ahí fui.

Quisiera escribir plácidamente que mi mujer y mi hijo me miraban durante este viaje iniciático, expectantes por los riesgos que implica cruzar un río a saltos sobre piedras movedizas. Quisiera hacerlo pero me distraen los niños de la plaza, sus gritos estivales, tan similares a los del recreo lectivo. Esa libertad que encierra la perdición de los mayores. Y los maldigo, porque aún estoy temblando por el miedo, por la cerveza que se acaba, por el balonazo futuro. Porque he empezado a caminar, como un tipo seguro, un peregrino erudito de todas las sendas, primero un pie y después otro, con alegría, sin mirar el peligro, sin intuir el agua helada bajo mis pies. Llevaba diez piedras. Quince. La iglesia estaba ya lejos, al otro lado. La orilla añorada aún quedaba lejos. Y de repente he mirado. He mirado hacia la ribera, sobre el curso de agua, ese fluir inexorable, como Ofelia dormida. La he mirado a los ojos, a Ofelia, a las aguas, a mi desgracia, y me he quedado clavado.

Me he calado de miedo. Ha aparecido el nudo en la garganta, la incapacidad para expresarme

He notado la edad como un peso apoderándose de mis piernas y mis brazos. He sentido el plomo de los años, asistiendo a mi derrota moral y física. Ni siquiera la cerveza me calma ese mal trago. Ha sido vértigo. Un miedo que nunca he tenido. Una sumisión al fracaso, a equivocarme en el apoyo en el pie, a verme empapado de este dolor, de chapotear en las cristalinas aguas machadianas. Me he calado de miedo. Ha aparecido el nudo en la garganta, la incapacidad para expresarme, para seguir avanzando. Detrás de mí seguían mi mujer y mi hijo, cariacontecidos, con el pasmo de contemplar un hombre en su retroceso. Un ser empequeñecido por el pavor.

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Me pesaban las piernas. Hace poco hubiera recorrido estas treinta y cinco piedras saltando y con agilidad, y ahora, con mis treinta y cinco años y una familia que rezaba por mi vuelta a la vida, he sido incapaz de continuar, como si un muro se interpusiese entre una orilla y la otra, como si alguien me estuviese abrazando desde el pecho, privándome de mi capacidad de moverme. Varado, en mitad del río, solo he podido disimular, decirle a mi mujer que simplemente quería respirar, absorber la belleza del paisaje, entender la dialéctica del Duero («que nadie a acompañarte baja») y una cantidad de mentiras para que mi hijo no sepa nunca que su padre, con treinta y cinco tacos, ha sido incapaz de cruzar el maldito río, sin llegar siquiera al 'mezzo del cammin'.

Por eso, ahora que consigo acabar el artículo, que la cerveza ya es un triste adiós de la tarde, miro a los niños con sus pelotazos y me deleito en esta despedida sentimental de mi juventud, y dejo que el balón me golpee la cara, no como un castigo autoimpuesto, sino como un homenaje póstumo a la niñez, a los tiempos en los que jugar al fútbol en una plaza abarrotada no era una molestia y cruzar un río saltando piedras se hacía con los ojos cerrados.

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