La paz es un camino tortuoso, lleno de rencores, de fosas comunes que excavar, de memoria dolorida que encajar en la cotidianidad de la ausencia. ... La paz, tras dos años de devastación, supone un ejercicio que combina la fe y la desconfianza. Hoy en Gaza ya no caen las bombas, hoy en Tel Aviv, los familiares están a punto de reencontrarse con sus seres queridos, tras dos años de secuestro, torturas y violaciones. Se ha perdido tanto en este conflicto, alargado durante décadas, que las víctimas y los victimarios están entrelazados y conviven. Obligados a respirar el mismo aire, a llorar a sus muertos a pocos metros de distancia, Israel y Palestina se preparan para mirar hacia el futuro, tal vez sin presente, quizá con demasiado pasado a sus espaldas.
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A pesar de la fragilidad del acuerdo, es una buena noticia que los tanques israelíes salgan de Gaza y desanden la ruta de los misiles. Y es una excelente noticia que los rehenes vuelvan a casa, que los cadáveres de los jóvenes asesinados aquel funesto 7 de octubre en un festival de música encuentren una sepultura digna. Y no hay nada que desee más que Hamás se quite el pasamontañas y pague por sus delitos, por llenar las cafeterías de bombas, por rodear sus búnkeres de escudos humanos, por convertir los hospitales en arsenales del terror. Y me agradaría contemplar a Netanyahu y los que han asfixiado a los gazatíes durante estos dos años delante de un tribunal de Justicia. Pero hoy es el primer día de la paz y me basta con saber que ya no habrá muertos, que las bombas no derribarán edificios, que en los centros comerciales de Israel nadie se inmolará.
Soy optimista, sin embargo, a pesar de que la historia me invita a desconfiar de los hombres. Celebro el adiós momentáneo de las armas, la primera piedra, nacida de los escombros, para crear dos Estados que consigan, si no convivir, sí coexistir. Israel deberá gestionar un fracaso rotundo: el no haber podido destruir a Hamás, el haber derrochado miles de vidas inocentes en pos de una misión fallida, y sobre todo, el haber permitido los atentados del 7 de octubre, el no haber liberado a los rehenes y entregar, en muchos casos, un cajón de madera a los familiares. Palestina deberá deshacerse de sus monstruos: Hamás no puede dictar el futuro de un futuro Estado. El terror islamista ha demostrado su incapacidad para convivir con cualquier civilización. Solo entiende el lenguaje del miedo, del extremismo, de la sumisión en pos de la religión. Palestina será una realidad tangible y libre solamente con la desaparición del radicalismo, si no estará condenada a la guerra perpetua, a la esclavitud del oscurantismo que oprime a sus mujeres y convierte a los hombres en lobos.
Las paradojas de esta paz van de la mano de Trump. Y al César americano lo que es del César. Nadie confiaba en la voluntad de entendimiento de un mandatario acostumbrado a pisar los huertos diplomáticos, a imponerse a golpe de grito y arancel, por las bravas, como en la épica del oeste. Si hoy en Gaza no caen bombas ha sido, sobre todo, por el plan de paz propuesto por el presidente norteamericano. Ha sido él quien ha puesto de acuerdo a los dos extremos de la serpiente, quien ha sabido convencer a los países de Oriente Próximo, a Rusia, a China, a radicales y moderados. Hoy la paz lleva el nombre de Trump y de su paciencia y buena política (dos cuestiones más que discutibles) dependerá el desarrollo del armisticio.
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En España, frente a la esperanza, cunde el escepticismo, sobre todo en el activismo patrio y en sectores del Gobierno. Ahora sabemos que muchos no anhelaban la paz, sino el relato. Durante estos años se han repetido consignas antisemitas, se ha deseado que Israel desapareciera, «del río hasta el mar, hasta el final», gritaban. Se han justificado los atentados de Hamás y se han alentado como acciones de insurrección y resistencia. Violar a una mujer no sé qué tiene de heroicidad, pero tal vez me faltan clases de política internacional. O de activismo. Vaya usted a saber.
Una imagen guardo de estos días de esquizofrenia política en España. A Yolanda Díaz y sus coros hablando del acuerdo de paz como una farsa, mientras Hamás lo firmaba y lo celebraba en Egipto. La escena de los palestinos respirando aliviados y salir a las calles con la felicidad de quien ha sobrevivido pero tiene mucho que enterrar es esperanzadora. Frente a ello, contemplo todos esos rostros cariacontecidos de la izquierda mediática española, disconformes con una paz que salva vidas, pero los deja sin oficio ni beneficio. No más flotillas, no más etarras enrolados como bucaneros de Espronceda para parar la guerra ni 'influencers' que posan con morritos de camino por el Mediterráneo. ¿Por qué ese malestar ahora que la guerra ha acabado? ¿Acaso alguno compite con Hamás por ser más antisemitas?
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