Napoleón en el Prado
Una de las pruebas de que los españoles no hemos superado nuestra historia consiste, precisamente, en que no la conocemos
En una España donde los prófugos de la Justicia pasan a considerarse exiliados, era cuestión de tiempo tratar a Napoleón como un héroe y no ... como un invasor que llenó el paisaje de España de cadáveres y edificios quemados. Una de las pruebas de que los españoles no hemos superado nuestra historia consiste, precisamente, en que no la conocemos. Y esto va más allá de la guerra civil, tan citada por ignorantes y maniqueos. Al alejar la mirada en el tiempo, pocos son capaces de rescatar a un tatarabuelo que combatiera a los franceses en la guerra de independencia. Y eso, claro, distancia el entendimiento de los hechos de nuestro presente.
A mí no me duele ver a Napoleón pasear por el Museo del Prado. Me resulta una escena curiosa, anacrónica, por supuesto, porque cuando Napoleón aplastaba la hierba madrileña con sus botas militares al Prado aún le quedaban unos años para construirse. La historia no me enfada. Al contrario, intento estudiarla para comprender el presente y me apasiona descubrir todos los pasillos espinosos por los que hemos caminado los españoles de todas las épocas, guerreando, odiando, conquistando, evangelizando y construyendo, que de todo ha habido en el suelo patrio.
Sin embargo, en un ejercicio de justicia intelectual, sí me pregunto el porqué de rescatar a tal personaje en un cortometraje que tiene más de publicidad que de homenaje o enseñanza, precisamente en las salas del Prado. Dejo a un lado los costes humanos que supuso la invasión francesa, la división entre españoles generada tras ella (y que aún arrastramos), la ineficacia de los Borbones, padre e hijo, meras marionetas de Napoleón en el tablero ibérico. No hablo de la intervención inglesa, tan desafortunada para nuestra industria (los británicos con una mano nos liberaban del francés y con la otra arrasaban nuestras infraestructuras). Ni siquiera de lo que supuso para el país una ocupación brutal y el exilio de miles de colaboradores y liberales, que amablemente llamamos afrancesados. Me refiero a algo ínfimo, en comparación con la vida humana: el arte y el patrimonio.
Y que conste que a mí Napoleón me cae bien, como a uno le puede resultar simpático un personaje histórico que respiró y amó hace doscientos años. Considero que irrumpió en el panorama europeo para traer un aire fresco en muchos aspectos. Ahí está la secularización del Estado, el código civil napoleónico, la caída de los privilegios por nacimiento y una administración eficaz no basada en el derecho divino. Pero el general corso intentó exportar sus valores por la fuerza, con pólvora, y el aire fresco de antes se convirtió en chamusquina. La historia nos ha demostrado que pocos avances se pueden imponer por la fuerza. Que se lo digan a Afganistán, veinte años después de que Estados Unidos quisiera llevarles la democracia. O la Primavera Árabe, esa luz que se abrió en el Magreb y que ha traído, años después, dictaduras militares y más radicalismo islámico.
Fue la invasión napoleónica uno de los momentos más oscuros de la historia de nuestro patrimonio. Me percaté en un viaje que realicé por la cuna del castellano, entre las provincias de Soria, La Rioja y Burgos. Tras visitar monasterios, iglesias, conventos, palacios civiles y museos, observé un factor común en todos ellos: la destrucción de miles de obras de arte. Entre 1808 y 1814, innumerables instituciones fueron saqueadas, quemadas y vaciadas, y cuadros de artistas tan selectos como Velázquez y Murillo sufrieron daños irreparables. No respetaron tampoco lugares sagrados ni la memoria de los muertos. A la tumba del Gran Capitán, en el monasterio de los Jerónimos de Granada, la rociaron con orina y utilizaron la iglesia como establo. No hay ciudad española que no sufriese una pérdida patrimonial importante a manos de los franceses, salvo Cádiz, que en esas fechas se vestía de liberal para alumbrar la primera Constitución de esa índole en Europa.
Por eso me sorprende que Napoleón se detenga frente a los cuadros del Prado, en un homenaje no sé muy bien a qué. Que contemple 'La Rendición de Bailén' de Casado del Alisal, que mantenga la mirada erguida con el Fernando VII de Goya, o que conserve la pose de chulo frente a 'La carga de los mamelucos' y levante el brazo con 'Los fusilamientos del 3 de mayo'. Ahí estaba reflejado en sus actos, lo que harían sus ejércitos, todo el horror suscitado en las calles de Madrid, al igual que tropas españolas habían provocado siglos atrás en medio mundo. Siguiendo la visita turística de Napoleón no dejo de pensar en los huecos del Museo del Prado, en aquellas paredes que hoy visten otros cuadros, porque un soldado francés quemó tal pieza o robó esta otra. Son esas ausencias las que me hubiese gustado ver en el vídeo. Un poco de orgullo, no ya patrio, sino intelectual, de justicia con la memoria artística de nuestro país. Un paseo algo más incómodo para el emperador de los franceses.
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