La memoria de Hatshepsut
Apuntes desde la Bastilla ·
Esta España de la rosa, sostenida por votantes que se enorgullecen de haber sido engañados de nuevo y aplauden la enésima estafa en la que han participadoEs difícil sustraerse a la actualidad, por más que uno se empeñe en enterrarse bajo siete capas de historia. Fíjese usted en el día de ... hoy. Me encuentro en la orilla occidental del Nilo, donde los antiguos habitantes de Luxor sepultaban a sus muertos. El calor de noviembre es seco y se pega a la piel con partículas de polvo del desierto. Tengo delante la envergadura de un templo construido hace tres mil quinientos años. No hay nada en este páramo de tierra embalsamada de historia que me haga volver los ojos a nuestras miserias actuales. Hasta que aparece el nombre de Hatshepsut, una reina muerta hace demasiado tiempo, una faraona que me devuelve a una realidad incómoda. Ambas historias hieren, pero al menos yo fui testigo de una. De la otra, de la que tengo delante, me queda la memoria y estos ojos con los que miro el mundo.
Hatshepsut no tenía que haber reinado, porque el mundo estaba hecho por los hombres para los hombres. Y sin embargo, durante casi veinte años, se convirtió en faraón de los dos Egiptos. Lo hizo aprovechando un vacío de poder. Un marido (y hermano) muerto. Un hijastro demasiado pequeño para colocarse la corona. Una nobleza debilitada por la miel y las moscas, y un clero anestesiado por el incienso. Fue faraón, sí, porque eliminó sus atributos femeninos en las estatuas y se proclamó hijo de Dios, no hija. Así pudo sortear el peso de la historia, el armazón de plomo de la burocracia masculina y reinó con éxito, construyendo templos por todo el país, conquistando territorios, repeliendo enemigos, con mano firme.
Poco queda de esos días, pisando el polvo de la escalinata de acceso al templo mortuorio, en Deir el-Bahari. Su hijastro, Tutmosis III, dio un golpe de Estado y reclamó el trono por derecho sucesorio. No había más aire divino que el respirado por él. Arrasó su memoria. Picó con un martillo los jeroglíficos que hablaban de su madrastra, echó cal sobre los frescos azules y rojos en donde aparecía su fina efigie. Aleccionó a las generaciones futuras para negar que Hatshepsut había existido, había hecho todo lo que sus ojos habían visto durante veinte años. Negó la realidad, falseó el pasado y le dio al pueblo una verdad inventada para poder sostenerse en el poder.
Nada nuevo bajo el sol, queridos lectores. La España de estos días no construye mausoleos a los muertos (más bien los desmantela, como Tutmosis III). En lugar de erigir templos en honor a las estrellas inaugura reformas constitucionales a la carta. Ya no hay meditaciones sobre cómo momificar gatos en el quinto mes lunar, sino reflexiones de escaso valor intelectual cada semana sobre la naturaleza de nuestro ser, ayer Estado autonómico, hoy nación de naciones, mañana península tribal de regiones privilegiadas y territorios donde aún no ha llegado el tren. Somos como esas partes de la historia en las que los hombres y las mujeres deciden entristecer el presente a base de caprichos personales, con aires faraónicos vestidos con corbatas y falcon. La nueva historia lleva el aroma no de lo perdurable, sino de lo que nace muerto en el mismo momento de ver la luz.
Las columnas en forma de papiro abierto guardan aún inscripciones del ayer, y yo no puedo dejar de acordarme de nuestros papiros abiertos. Una foto basta para hablarles a nuestros hijos de esta posteridad que estamos construyendo. Un fugado de la Justicia, que malversó fondos públicos para construir su templo en lo alto de la colina constitucional, que traicionó lo más sagrado que tienen los seres humanos, la ley, la justicia, la libertad de millones de personas, que huyó de su responsabilidad escondido en el maletero de un coche, Nilo arriba, hacia Waterloo; un racista que considera inferiores a los votantes nacidos en la Alta España (que como en el antiguo Egipto, es la más pobre, por donde transcurren el Tajo, el Guadiana, el Guadalquivir y el Segura). En esa foto hay un cuadro, a modo de jeroglífico, donde aparece una urna que quiere ser heroica, mientras un representante del partido del Gobierno charla con el fugado, ahora entronizado como liberador del fascismo.
Me limpio el polvo de los zapatos frente a la sombra borrada de Hatshepsut. Esta España amnésica por voluntad propia, que ha olvidado, como los egipcios olvidaron a su reina, todo lo que ocurrió, los días de octubre de 2017. Esta España que amanece en julio jurando que la amnistía es un hecho propio de un país bananero y se acuesta en el mismo mes prometiendo que esa amnistía es un abrazo a la civilización occidental. Esta España de la rosa, sostenida por votantes que se enorgullecen de haber sido engañados de nuevo y aplauden la enésima estafa en la que han participado. Hay polvo en los zapatos, sí, pero Tutmosis III hubo de picar todo el templo de Hatshepsut para que la olvidaran. A Sánchez le ha valido solo con su presencia para que el país borre de su memoria lo que en realidad sucedió. Larga vida al faraón.
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