Los lugares en los que no he estado
Fue el sábado cuando encontré mi lugar en Murcia, caminando por un casco histórico creado solo para mí, con la torre de la Catedral acechando al fondo
Me paso la vida buscando sitios imposibles de visitar, pensando en esos destinos lejanos en los que nunca podré estar, porque la distancia física y ... mental me impide abarcarlos. Es un sentimiento, más que una necesidad física. Padezco del síndrome del hombre que habita siempre otros lugares distintos al suyo. Una ciudad del sudeste asiático, al atardecer. Una mañana en el puerto de Alejandría, de hace miles de años. Una procesión de incienso subiendo la colina del Acrópolis, en la blanca Atenas. Siempre son caminos que no he recorrido, pero que me ayudan a mantener el pulso de los días. Miguel d'Ors, poeta y profesor, sintetizó este anhelo en apenas unos versos, que se encienden en mí cada vez que los recuerdo. Escribía: «Mi vida: tantos días/ que no estuve en El Cuzco/ ni en Siena ni en Grenoble,/ tantos aviones rubricando el cielo/ en los que yo no iba, tantas voces/ cuyo calor jamás/ tocó mi corazón». De eso se trata, aviones en los que nunca iré. Voces que nunca escucharé.
Pensaba esto la mañana del sábado, caminando como perdido por las calles de Murcia. Me senté en el Café del Arco a desayunar, descubriendo una ciudad vacía, despojada de la multitud que la noche de antes la había abarrotado. Mi relación con la capital siempre ha sido difícil. A pesar de los sesenta kilómetros que la separan de Lorca, no era un destino recurrente para mi familia. Recuerdo la Murcia de mi infancia como una jornada larga de compras, en Navidad, con el deseo infantil de ver regalos en cada escaparate, en los centros comerciales. Lo que se interponía entre el último juguete de moda (el batallón de soldados de plástico que simulaba Verdun, el fuerte Laramie de playmobil, el balón de fútbol) y yo eran unas calles oscuras, difíciles de recordar pero sin ningún atractivo para un niño como yo. La vuelta tenía sabor de pastel de carne y el alivio de volver a mi huerto claro donde madura el limonero.
Luego la vida siguió su curso y elegí Granada como destino para iniciar mis estudios universitarios, al contrario que la mayoría de mis amigos de instituto. Me volví a mostrar esquivo con Murcia, que pasó a ser una extraña posibilidad, una vida fallida que nunca había tenido. Veía fotografías de mis amigos paseando por sus plazas, por los pasillos de la Universidad, los lugares residuales en los que se hacía botellón, y sentía un alivio supremo al despertarme cada día en Granada. Cada año que pasaba me iba alejando de esa ciudad que englobaba mi identidad, porque en el extranjero me resultaba insuficiente decir que era de Lorca, me perdía en explicaciones vanas, en regiones oscuras entre Valencia y Andalucía, y acababa inventando una mentira para sentirme seguro de mí mismo. Afirmaba que era de Granada. ¿Quién lo iba a notar en el acento?
Sonreí, con el primer sorbo del café, leyendo un ejemplar de este mismo periódico, saltando las noticias sobre las guerras dialécticas de la investidura, el matonismo hecho verbo de los representantes públicos, al caer en la cuenta de lo estúpido que puede llegar a ser uno cuando es joven. Al principio creí que se trataba de arrogancia, pero en el segundo café supe que ese elemento de desprecio por lo que uno es conlleva algo más grave, algo que se cura con el tiempo. Me sentí realmente pleno, viendo a los escasos viandantes pasar por delante del Teatro Romea, cruzar el arco de Santo Domingo y perderse por la sombra del ficus de la plaza. Aprecié una ciudad hecha a medida, tranquila, con una belleza inusual que hasta el momento se me había ocultado.
Viajar es poner en venta los prejuicios y mi forma de reconciliarme con Murcia ha sido la escritura, los cuatro años que llevo publicando artículos en la prensa regional, conociendo los elementos que constituyen su idiosincrasia, visitando sus rincones y parándome en sus esquinas, no como una ciudad de paso, sino como un punto de llegada. También la lectura ha ayudado a renovar mi visión sobre la capital. En este sentido, la literatura de Miguel Ángel Hernández me ha resultado un bálsamo contra los complejos que arrastraba. Este murciano universal ha logrado elevar el paisaje de nuestra tierra a la categoría de territorio literario y lo ha conseguido sin artificios, sin mitologías, sino representando una realidad dura y cruel, pero magistralmente ejecutada.
Fue el sábado cuando encontré mi lugar en Murcia, caminando por un casco histórico creado solo para mí, con la torre de la Catedral acechando al fondo, dándole a la ciudad un aire de novela galdosiana, justo en el momento en el que se despiertan las multitudes y arrebatan al caminante la belleza de la soledad. Y volví a Miguel d'Ors, a los lugares en los que nunca he estado, y entendí que no deseaba estar ni en Siena ni en Grenoble, sino que recorría la ciudad en la que quería estar en ese momento.
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