Un fuego por televisión

Apuntes desde la Bastilla ·

Los falsos fuegos que prometieron acabar con las prácticas del pasado hoy resultan estar formados de la misma sustancia corrupta

Pasé por una tienda de electrodomésticos y ahí estaba multiplicado en el escaparate, decenas de veces el rostro de Sánchez, compungido, doliéndose por la torpeza ... de confiar, de no saber ver, de no oler la pestilencia bajo sus manos. De repente, alguien se apiadó de los paseantes y cambió de canal. Decenas de pantallas de plasma metamorfoseando el rostro duro y maquillado por el Etna entrando en erupción. De Sánchez a Sicilia en un instante. Que Dios se apiade de las metáforas.

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Entonces recordé. Ocurrió hace quince años y aún me sigue doliendo la rodilla algunas tardes cuando el tiempo está a punto de cambiar. Nos habíamos levantado temprano. Vincenzo apuraba un cigarrillo y buscaba una cafetería para desayunar antes de tomar el bus. Catania aún dormía a oscuras. La ciudad adquiría un aspecto de mercado sucio minutos antes de cerrar. Recuerdo la piedra negra de los edificios. El agua de las fuentes desbordándose. Y al fondo, imponente, emergiendo de las sombras de la noche, el Etna.

Habíamos planeado coronarlo. Aquel iba a ser nuestro verano, la culminación de tres semanas en Sicilia, antes de tomar el ferry que nos devolviese a Roma. He leído mucho sobre el arte de subir montañas pero no lo he practicado tanto. Preguntamos a un guía alpino. Nos miró con rostro de boxeador jubilado y aceptó a cambio de un extra por llevarnos hasta la misma boca del volcán. Un paseíto con olor a azufre. Y llegó esa mañana en la que tomamos un bus hacia el campo base, combinando la humedad de las ciudades costeras con el frío de una roca que se eleva a más de tres mil metros de altura.

Los motivos por los que guardo melancolía de aquella subida habría que buscarlos en el paisaje y la superación de mi cuerpo, o incluso al rostro siciliano de Sánchez, vaya usted a saber. La nostalgia siempre se dirige al momento concreto en el que me asomé al abismo, en el que contemplé la caída de la humanidad hacia la nada. Del fondo, la imagen me devolvía un humo blanquecino que olía a azufre. La certeza de que el ser humano no es nada, frágil, y que un ligero temblor acabaría con todos nosotros, observadores del vacío, de las tinieblas. Entendí que el fuego no era otra cosa que oscuridad, y no luz en la noche.

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Me quedé embobado mirando el interior del cráter, en algunos puntos abiertos. Esa tierra magmática me infundía un miedo atroz, el de la infancia cuando la noche asoma y no hay luces alrededor, y la habitación de los padres queda a una distancia de siglos. El mismo pavor que sintió Eneas en su descenso a los infiernos. Pero también una fascinación como nunca antes había experimentado. Me sentí frágil, a un solo paso de la inexistencia, de la caída eterna. A un temblor de convertirme en la misma materia que ese humo aguado que recordaba al olor de los huevos podridos. El guía me observó y pasó su brazo sobre mi hombro. ¿Qué pensaría que querría hacer? ¿Tirarme al hueco de la historia? ¿Inmolarme ante el fuego como Sánchez ante las cámaras?

En las alturas, alcé la vista y miré el mundo. Frente a nosotros estaba la punta de la bota, la península que forman Calabria y el interior. Se llama Italia, y en sus diminutas motas de polvo hay ciudades, Renacimiento, fuentes de agua clara, guanciale, plazas soleadas, Caravaggios y chicas hermosas a las que nunca podré saludar. Y el mar. El Mediterráneo en toda su extensión, con las islas Eolias a la izquierda, y África al sur. El guía alpino me indicó que era mejor precipitarnos por la pendiente de arenas volcánica para llegar cuanto antes al campo base, porque había aumentado la frecuencia de terremotos en la zona y había que despejar el camino, por si el Etna se ponía a cantar. Y cantó. El Etna lloró esa noche frente a otros televisores con menos calidad de colores y menos maquillaje.

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Sí, siento melancolía de aquella erupción que me pilló tan cerca, ya cogiendo un vuelo de vuelta a Roma, cuando horas antes había estado pisando lo que ya sería lava, olvido, magma de los siglos y material con el que las civilizaciones construirían, en el mañana, palacios, aduanas o entramados de corrupción. Hoy vuelvo a ver por la tele el Etna en erupción, en un zapping vertiginoso contra el rostro maquillado de Sánchez. La política ya es alejarse de la belleza. La vida pública se ha instalado en el punto más distante a esa mañana de septiembre. Otras lavas acechan nuestro presente, menos estéticas. Los falsos fuegos que prometieron acabar con las prácticas del pasado hoy resultan estar formados de la misma sustancia corrupta. Qué frivolidad la mía, pensando en el fuego que describió Virgilio, teniendo el país ardiendo en millones de pantallas. ¿Llevaría Eneas maquillaje en su descenso al infierno? No es tiempo de héroes, pero sí de fanáticos. Por esclarecer: en italiano, maquillaje se dice 'trucco'. Demasiada lava este domingo.

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