Franco y el Barcelona

Apuntes desde la Bastilla ·

El final de la semana ha estado disputado entre celebrar la muerte y regocijarse de la justicia mancillada

Les juro que hoy venía a hablar de Franco hasta que Laporta nos brindó una butifarra. Pocos gestos son más elocuentes. Me refiero a los ... dos, claro. A hablar de Franco y a hacer un corte de mangas a todo un país entero, desde Arabia, que en algo debe parecerse a aquella España de Franco. El final de la semana ha estado disputado entre celebrar la muerte y regocijarse de la justicia mancillada. Hay fuegos artificiales porque el dictador murió en la cama, sin un resquicio de oposición, sin una manifestación en la calle, alguna botella rota, aunque fuera, en las puertas de algún ministerio. Ese mismo silencio vemos hoy, en la enésima burla al contribuyente para salvar una institución catalana. Porque el Barcelona es más que un club, claro. Es un símbolo. Por eso las primeras declaraciones de Laporta, sin contar insultos, fueron «Visca el Barça y Visca Catalunya».

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Lo más riguroso que podemos decir del tema de la inscripción de Olmo y Víctor es un chiste. Un chascarrillo contado en muchos bares de la Península a la misma vez. Reza la leyenda que el español medio dejaba el 'Marca' en la barra del bar y mientras apuraba su café decía por lo bajo: «Esto lo salva una llamada de Puigdemont a Sánchez». A tanto ha llegado el descrédito del Gobierno y son tantos los favores concedidos, las gracias otorgadas, que resulta verosímil el ejercicio imaginativo de esa llamada.

Detengámonos un instante en esta imagen. Es sabrosa. A un lado Puigdemont, en su casita de Waterloo pagada por la colectividad. Los pies los tiene encima de la mesa mientras se columpia en su sillón. Al otro lado, Sánchez reconoce el número de teléfono y tiembla. ¿Qué será esta vez?, piensa. Ya tuvieron los indultos, la amnistía, la rebaja de penas en el Código Penal, la eliminación de la malversación, la condonación de la deuda y tantos órganos vitales del Estado más. El hambre de este tipo es voraz. Y Puigdemont, amagando con una media sonrisa, apuntilla: «Arréglame esto del Barça, tú. Hazlo por los chicos. Hazlo por Joan, que está feo tenerlos parados medio año». Y Sánchez actúa, ya no por miedo a las represalias, sino por costumbre de obedecer, como el galgo que agacha las orejas cuando se levanta su amo.

Lo más riguroso que podemos decir del tema de la inscripción de Olmo y Víctor es un chiste

Puede ser una alucinación del español medio, pero cada espejismo guarda algo de verdad, sobre todo si miramos a Cataluña, la tierra de las segundas oportunidades, donde todo es posible y no hace falta más que pedir para conceder. Dicen que allí se sufrió mucho la dictadura de Franco, como si en Murcia, en Andalucía o en Madrid la vida hubiese sido un camino de rosas. Existe una dicotomía instalada en los últimos años que pinta a la Comunidad Autónoma como valiente luchadora, una trinchera eterna donde se cobijó la poca decencia española que quedaba con vida. Parte de ese subsuelo libertario lo ocupaba el Barcelona. Dicen. Oiga, yo no había nacido. El relato asoma la patita contando que Franco nunca fue condecorado por ningún presidente del club y que cacheaban a los aficionados antes de cada partido, por si llevaban alguna frase escrita en catalán en el corazón.

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Entre dos almas se dirime este artículo, a cada cual más estimulante. El Barcelona ha encontrado en el Gobierno su salvavidas y el Gobierno en Franco su huida hacia adelante. Los tres se necesitan. Mis ojos han visto cómo el club pagó durante 18 años más de siete millones a un vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros. Meses antes de que saltara el escándalo a los medios, este Gobierno que exhibe dictadores muertos cambió la ley del deporte por la cual el Barcelona no podía descender por los presuntos delitos que había cometido. El supervisor de esa ley fue Albert Soler, exdirectivo del Barcelona, al corriente de esos pagos. Pero en este país lampedusiano todo sigue igual, el barco sobre la mar y el caballo en la montaña, Franco en la vitrina y el Barcelona sobre el césped. Y en los despachos.

Es la España de hoy, la que se jacta de memoria y desmemoria los hechos, la que brinda arbitrariedad y asalta las instituciones. Da igual que sea la Fiscalía General del Estado, Correos, el Tribunal Constitucional o el Consejo Superior de Deportes. Todo suma para la causa. Ladrillos que elevan el muro un palmo más. Ustedes pensarán que los temas que expongo en esta columna son más bien superficiales: Franco está más que muerto y lo del Barcelona es fútbol. Pan y circo en su máxima expresión. Un pan enmohecido, si quieren, y un circo millonario, más circo al fin y al cabo. Pero no cometan el error de subestimar las fuerzas del pasado y del ocio. Son la clave de nuestro presente. Una sociedad se define por lo que hace en sus horas libres y por cómo contempla su pasado. Y la realidad no es para taparse los ojos.

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