Europa
Apuntes desde la Bastilla ·
El reto es decidir que el milagro europeo sea una realidad duradera y no un melancólico recuerdo de lo que nuestros abuelos forjaronVisité las playas de Normandía hace más de diez años. Fue un viaje estudiado por mi padre durante décadas, desde que descubrió qué había sido ... la II Guerra Mundial. Una pasión que luego heredé yo y que, como la forma del pelo o la pequeñez de las manos, también lleva impresa su componente genético. En las playas caminamos con la marea creciente, buscando rastros de metralla olvidada de aquel 6 de junio de 1944, la mañana en la que empezó el fin del nazismo en el frente Occidental. La niebla cubría el horizonte y una fina lluvia mojaba la arena y las lápidas de los cementerios cercanos, aún blancos de tumbas viejas. Aquel silencio acertaba a llenar de sobriedad la grandeza de las playas. En ese mismo lugar, antes de estar los dos en el mundo, había surgido algo, un grito más fuerte que el de las bombas y las balas. Había desembarcado la libertad. Había nacido Europa.
Mi generación ha disfrutado las bondades de un continente unido, sin leer en los periódicos cómo ejércitos alemanes atraviesan el Mosa o soldados franceses ocupan militarmente la Lorena. Ni siquiera hemos sufrido una dictadura, no ya en nuestro propio país, sino a lo ancho de la geografía europea. El Muro de Berlín ya es una atracción turística donde la gente se fotografía frente a un mural de dos hombres besándose, sin saber siquiera que Brézhnev y Honecker gobernaban dos dictaduras sangrientas, con miles de muertos a sus espaldas. Esa Europa ya murió, a pesar de que el comunismo sea hoy todavía una moda no tan pasajera que ayuda a completar gobiernos.
Nuestra Europa es otra, afortunadamente. Un continente unido, capaz de aprobar leyes que mejoran la vida de la gente, que trata a las personas como ciudadanos, y no como carne de cañón. Son varios los hitos de esta unión que la generación de mi padre apenas pudo intuir en esa triste España aislada y franquista: la desaparición de las guerras entre países europeos, que desde Carlomagno andaban a la gresca; la libre circulación de mercancías y personas, un pasaporte único para poder recorrer ciudades más familiares que extranjeras; y una misma moneda con la que poder pagar un café en Roma, un gulash en Cracovia, una pinta en Dublín, un kebab en Berlín o una copa de vino en París.
Sin embargo, a pesar de que cualquier hombre de principios del siglo XX se frotase los ojos con este panorama (se hubiese ahorrado dos guerras mundiales, barro y sangre), existe una gran desafección en las nuevas generaciones con respecto a la Unión Europea. Y probablemente, no les falte razón a los que piensan que a este club de países le tiemblan los cimientos. De eso trata 'Europa, una historia personal', de Garton Ash, un libro que describe las vivencias sentimentales de un hombre enamorado del continente, desde el final de la II Guerra Mundial hasta la invasión rusa de Ucrania. El escritor británico, que llora el 'Brexit', derrocha melancolía por una Europa pulcra, que pone la democracia en el centro de su visión, pero no es capaz de acertar con las causas de los problemas.
No viví el desembarco. Tampoco la guerra fría, ni la caída del Muro de Berlín, ni el Tratado de Roma. Apenas era un bebé cuando Maastricht. Pero he visto otra Europa más egoísta, alejada del espíritu de su nacimiento. Esa Europa del sálvese quien pueda ante una oleada de inmigración ilegal sin precedentes en décadas, que deja sola a España en Ceuta, a Italia en Lampedusa y a Grecia en Lesbos. Una Europa que mira hacia otro lado mientras sus barrios se radicalizan, y que confunde el multiculturalismo y el buenismo con la justicia y la igualdad. Sí. He presenciado cómo los tribunales de varios países europeos desconfiaban de una democracia plena, la española, y ponían en tela de juicio la Justicia de nuestro país mientras paseaban a sus anchas prófugos huidos en maleteros de coches, cuya ideología está en las antípodas del espíritu europeo, el nacionalismo, el mayor cáncer que ha sufrido este continente y que causó dos guerras mundiales. Esa es la Europa que hay que rechazar, con firmeza y sin deslices. La que mientras condena a Putin le compra gas. Y hay que reclamar esa nación de naciones sustentada en la igualdad. Una Europa que salve a sus miembros de los excesos que puedan sufrir, cuando los gobernantes se crean por encima de la ley y amenacen la separación de poderes. Ese es el reto, decidir que el milagro europeo sea una realidad duradera y no un melancólico recuerdo de lo que nuestros abuelos forjaron y nosotros no hemos sido capaces de mantener. Y que Normandía siga siendo una playa a la que acudan turistas despistados, con banderas azules coronadas de estrellas.
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