Ahora ya podemos afirmar, sin riesgo a que se nos tilde de fascistas, que algunos llegaron a la política no para asaltar los cielos, sino ... las sábanas. En diez años de carrera pública, la nueva izquierda que debía cambiar el país solamente ha conseguido aumentar sus cuentas corrientes, incrementar su patrimonio y asegurarse un futuro dulce como colaboradores en diversos medios de comunicación. El resultado para los que estamos al margen de esos beneficios es un país dividido, enfrentado en una inquina visceral, una enemistad insalvable que se trasluce en el Parlamento y reluce en el café de la esquina. Ellos han conseguido lo que venían buscando: fama, dinero y libros de historia. Pero el precio ha sido muy alto.
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Íñigo Errejón apareció con el dedo acusatorio en todas las refriegas. Era el niño intelectual del grupo de amigos, forjado en la universidad española. Primero fue su sectarismo, maquillado con palabras grandilocuentes y lecturas de Gramsci; luego sus cambios de estrategia, el piolet en la coleta de Pablo y en el ataúd de Podemos. Errejón fue un Tancredi que cambió su vestimenta para seguir igual, en ala de Podemos que muchos se empeñaron en tildar de moderna, Sumar. Vestía con americana en lugar de con jerseys roídos. Tendría que ser moderno. Pero al final de la escapada, lo nuevo y lo viejo se encontraron en el mismo punto. La estrella del Parlamento escondía menos Gramsci de lo publicado y más ganas de ver, lúbrica y pura, los senos de duro estaño de las féminas, mientras indicaba, con el dedo de siempre, la senda hacia la alcoba.
Ahora que lo devoran las llamas, me gustaría recordar al Savonarola que fue, ese fraile de rostro infantil y repelente que prendía hogueras en Cibeles ante cualquier leve rumor. Errejón ha sido la gasolina de este país, al que le bastaba una acusación anónima en redes sociales para joder la vida de una persona, sin importar su pretensión de inocencia, sin pensar siquiera en las graves consecuencias de la condena pública. Ahora se ve envuelto en esa misma sustancia pegajosa que él creó. El cazador cazado. El destrozavidas con su vida destrozada. Deseo de corazón que Errejón tenga un juicio justo, si el juez cree conveniente apreciar delito en las denuncias. La democracia nos va en ello, porque Errejón es inocente hasta que un juzgado determine lo contrario y su caída no es más que parte de esa putrefacción que él construyó con tanto ahínco.
Delitos y comportamientos inmorales no son lo mismo. En una época viciada como la nuestra, elevamos a la categoría de pecados medievales acciones reprobables. No sé qué ha hecho Errejón, ni si es merecedor de sentarse en el banquillo de los acusados, pero me estremece el texto de su renuncia, el último acto en el que nos toma a los españoles por tontos, tras haberle pagado diez años de fiesta entre cargos, sueldos, aventuras europeas, madrileñas y becas universitarias. Dice que «ha llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona». Culpa al neoliberalismo y al patriarcado de su «subjetividad tóxica» y se escuda en la salud mental para salir de la vida pública como si su labor, menguada hace ya muchos años, hubiese supuesto un esfuerzo hercúleo.
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¿Y en qué lugar quedan sus partidos en todo este caso? Estos días leo testimonios de sus compañeros lamentándose de no haber sabido escuchar a las víctimas, a periodistas que anuncian, orgullosos, que lo sabían todo. No existe mayor infamia que la de hacer pasar por inoperancia una maldad. De los supuestos devaneos de Errejón se lleva hablando años, en un partido y en otro. El político ha disfrutado de un silencio sepulcral ante el intento de denuncia social de muchas compañeras que, en redes sociales o en privado, habían intentado alertar de una realidad que ha terminado devorando la imagen política de todos ellos. En Sumar, en Podemos, se ha silenciado este comportamiento hasta que la ponzoña se ha desbordado. Han elegido, una vez más, dar la espalda a la víctima y coaccionarla, en contra de todo el catecismo con el que nos llevan evangelizando estos años. Le resultará asombroso al futuro historiador de estas décadas leer eso del «Gobierno más feminista de la historia» y encontrarse con una ley que beneficia a violadores, con un ministro que aprovechó la pandemia para ponerle un piso a una prostituta (mientras usted no podía enterrar a sus padres) y al paladín de la justicia feminista acusado por varias mujeres de abuso sexual.
Savonarola frente a la Piazza della Signoria huele a quemado. Sabe que está ante sus últimos momentos como figura pública. Durante estos años, ha disfrutado de uno de los pecados más infames que posee la nueva política: la impunidad. Hermana, yo sí te creo, pero habla más bajito, que nos jodes la fiesta. Y que arda la plaza.
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