Los dos extremos de la cuerda francesa
La cultura occidental está siendo asediada por otros valores que chocan frontalmente con los dictados de Voltaire y Montesquieu
Quiero ser claro desde la primera línea sobre la preocupante situación que lleva a Francia a elegir entre la muerte y la enfermedad. La segunda ... vuelta de las elecciones legislativas enfrenta no solamente dos modelos políticos opuestos, sino que ataca la propia raíz del sentir democrático. Francia vota hoy por un modelo que arrastrará a Europa hacia un camino peligroso, que amenaza con pervertir los propios valores occidentales, esos que se han fundado a base de respeto, tolerancia y perseverancia en la ley. A lo largo del día, los franceses dirimen sobre dos posiciones que chocan frontalmente con la tradición liberal e incluso socialdemócrata tan características de la República francesa. La papeleta de esta segunda vuelta se ha convertido en una cuerda tensa, a punto de romperse, en la que se elige entre uno de los extremos, perjudiciales ambos, populistas y peligrosos.
Me refiero a Jordan Bardella, representante de la extrema derecha, delfín de Marie Le Pen, y a Jean-Luc Mèlenchon, eterno partisano mitinero que promete un país en continua ebullición, como si fuese necesario liberar París de una ocupación continua. Francia lleva coqueteando con la extrema derecha desde hace demasiadas décadas. Es la solución fácil a los problemas que ahogan el país, a la inseguridad continua, a la conversión de barrios de la 'banlieue' en auténticos guetos que no conocen los derechos humanos. La cultura occidental está siendo asediada por otros valores que chocan frontalmente con los dictados de Voltaire y Montesquieu. Y eso, en suelo francés, es demasiado.
No hay soluciones fáciles. Por supuesto que no. La extrema derecha promete la salvación por medio de la guillotina. Erradicar el problema de raíz, sin contemplar grises, estigmatizando al extranjero, sin entender que la Europa actual ha evolucionado tanto que ya no es nada sin los que vienen de fuera. Son parte de nuestra cultura. Tronco esencial de nuestra vida. Pero tampoco la extrema izquierda es capaz de llegar al fondo del asunto. Al revés, echa gasolina a la barricada (porque vive de eso) y promulga a los cuatro vientos una multiculturalidad que está destrozando generaciones enteras. No es plausible aceptar en un Estado democrático la discriminación que supone obligar a millones de mujeres a portar el velo. Mirar hacia otro lado es cobarde. Echarlas de sus casas es intolerable. Ambos extremos se necesitan para seguir creciendo.
Aquí radica el problema como europeos. Si bien es cierto que localizamos los peligros evidentes de los partidos de extrema derecha, con su discurso fácil y pendenciero, no somos capaces de hacer el mismo ejercicio con la extrema izquierda. Europa occidental ha olvidado las décadas (y no hace tanto tiempo) en las que el comunismo suponía una amenaza real para la convivencia entre los países y un impedimento para la democracia. En la memoria colectiva que se está imponiendo, el Muro de Berlín nunca ha existido. Sus piedras no dividieron familias enteras, sus alambradas no destrozaron vidas. Ese es el motivo de que millones de franceses voten a Mèlenchon y sus comisarios para que guíe el rumbo de la República.
A la extrema izquierda se la ha embellecido. Se ha desprovisto de sus crímenes pasados. Sus ensoñaciones futuras las miramos con ternura, incluso. ¿Quién no está a favor de la igualdad, de la justicia social? A estos partidos que llevan en la sangre la revolución permanente (salvo cuando les toca gobernar) no se les juzga por sus hechos, sino por sus intenciones. Y de esta forma celebran homenajes a los cien años de la muerte de Lenin, ensalzan la figura de Ernesto Guevara o se fotografían con espeluznante orgullo con los Chávez y Maduro de turno. En España hemos aceptado que un partido que hace apología del comunismo forme parte del Gobierno de la nación y tenga vicepresidencias de primer orden. Que Francia ahora esté a punto de dar este paso es una tragedia, porque cuando Francia estornuda, Europa se resfría.
Parte de la culpa hay que buscarla en los partidos de vocación centrista y democrática, que han sido incapaces de prever los problemas, que se han escondido en el silencio y la cobardía, seguros de que los votantes nunca estallarían. Y lo han hecho. El sueño de una Europa liberal está en serio peligro, y las responsabilidades deben ser repartidas a partes iguales. El tiempo de hacer políticas responsables y valientes, de llamar a los problemas por su nombre y hacerles frente ya ha pasado. Ahora Francia se arroja a las manos de los santeros, de los que proponen soluciones drásticas y milagrosas. Los franceses eligen entre los dos extremos de la cuerda, como los españoles llevamos haciendo seis años. El resultado será un país dividido, ingobernable y que utilice los problemas reales como armas arrojadizas. Muchos sueñan con vivir en los años treinta. Por fin están a punto de conseguirlo.
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