El Blas y la Ana

La tierra la heredarán los hábiles. Al Blas nunca lo pillarán bebiendo cianuro. Ante la duda escapa con su moto hacia otra parte, hacia otros veranos

Escucho el rugido del tubo de escape laminar el mundo. Es la hora del encuentro, justo al atardecer, cuando los últimos bañistas se suben de ... la playa y dejan a las olas con su cotidiana soledad de las mareas. Aparca la moto justo delante de mi casa. Veo cómo se mueve sobre ella con soltura. Es su hábitat natural. Percibo un lenguaje distinto al mío. Siglos de distancia entre su cuerpo adolescente y las manos que escriben estas líneas. Es su forma de estar, la seguridad con la que desliza el caballete, se quita el casco, se atusa el pelo, cortado como los mohicanos, los brazos del color de la tarde, acostumbrados a no llevar tela durante el día. Ya no fuma cigarrillos. Saca el váper sabor fresa y se entretiene dándole caladas. Espera durante unos minutos. Revisa el móvil. Se hace un selfi. Sonríe. No sabe que lo estoy observando. Que lo observo cada anochecer desde que vengo a esta casa, todos los veranos de mi vida. Siempre el mismo patrón, la misma moto, distinto cuerpo. El Blas espera a que salga la Ana de su casa. La ve en la distancia. Se hace el interesante. Suenan las olas golpeando la arena de la playa y la Ana está preciosa, con rímel y pestañas nuevas, con los labios pintados de rosa brillante. Lleva un vestido ajustado, gomas del pelo en la muñeca, un brazalete dorado sobre su piel morena. Sostiene el móvil con la mano. Su bolso es demasiado pequeño. Se ven. Él la besa. Ella guarda silencio. Ese silencio que precede a la sonrisa. Se ponen el casco y se marchan juntos, derrapando por el paseo marítimo. Ocultando el eco de las olas nuevamente con ese sonido metálico que tiene aires de Vietnam, cuando rompe el tubo de escape y rocía de gasolina el pavimento.

Publicidad

Las historias de amor no siempre las escribe Shakespeare, pero en todas late una pequeña tragedia. El Blas es del pueblo. Si durante el año vegeta en un aburrimiento insoportable, en el mes de julio comienza su época de gloria. Pasea con la moto por todos lados, se multiplica su presencia en la playa, en los bares, en las glorietas a la hora del helado. Se conoce todos los caminos. Ha preparado durante todo el curso su puesta a punto: músculos (hace algo de deporte, siempre en el gimnasio), cabello y moto. La triada mediterránea de la chulería. No es un Montesco, pero la tierra la heredarán los hábiles, los vivos. Al Blas nunca lo pillarán bebiendo cianuro. Ante la duda escapa con su moto hacia otra parte, hacia otros veranos.

La Ana viene de Madrid. Regresa al pueblo cada verano para cumplir una especie de tradición que ella ni siquiera cuestiona. Su abuelo nació aquí, entre estas olas, entre estas arenas. Emigró hace muchas décadas a la capital y en cuanto pudo se compró un apartamento en la playa, para vencer a la melancolía durante dos meses al año. Sus descendientes intuyen que el sur es libertad, crema solar, lenguajes acuáticos y felicidad, pero no la vida de lleno. La vida es otro cantar. Por eso, durante los meses de verano, la Ana se permite sus deslices, propios de la edad: montarse en la moto del Blas, ponerse un casco que le está grande y que a saber quién lo ha utilizado antes; dejarse besar por unos labios duros, que conocen los cigarrillos y la carestía; y no resistirse a unas manos expertas, que ya han perdido la inocencia, manos de albañil, hechas al ladrillo. Manos que descifran el lenguaje de lo prohibido.

En el pueblo, en el sur, todo es distinto. Nunca saldría con el Blas en Madrid, pero aquí todo es distinto, y suave es la noche, ya sabes

La Ana no es Capuleto aunque mientras dure este verano cumplirá el papel de niña de capital que se deja vencer por las pasiones. Ese desliz la sorprende cuando se mira al espejo, e intuye que está nerviosa, que el Blas la lleva a una situación límite que nunca antes ha experimentado, que en Madrid sale con los niños de su clase, pelo lacio hacia un lado, polos Burberry, váper de menta; pero aquí, en el pueblo, en el sur, todo es distinto, y el mar desinhibe la conciencia, las olas relajan los músculos y a una la vuelven más permisiva. Nunca saldría con el Blas en Madrid, pero aquí todo es distinto, y suave es la noche, ya sabes, y la vida está hecha precisamente para esos momentos en los que el Blas acelera y la Ana se agarra bien fuerte a su cintura, adentrándose hacia lo oscuro: una playa desierta, fuera de las luces de la ciudad. Ya sabes, escríbeme cuando vuelvas a Madrid. Yo te voy a esperar aquí siempre.

Publicidad

Las olas vuelven a dominar el espacio de esta noche. En unas horas, el Blas volverá, aparcará la moto, y la Ana descenderá del carruaje cani con el que se ha vestido. Se despedirán con un beso que el Blas intentará alargar. Aquí tienes mi pulsera, para que me recuerdes, le dice. ¿La guardarás para el verano que viene? Y la Ana sube a casa, sabiendo que el verano es el territorio de lo que casi somos, y que en septiembre no habrá pulseras en su muñeca.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis

Publicidad