Los que amamos Israel (II)
Nunca hubiésemos querido escribir este artículo, no tener que decir que es incompatible con la vida y la decencia exterminar a un pueblo como el gazatí
Hace dos años escribí en estas mismas páginas la conmoción que me había provocado el salvaje ataque terrorista perpetrado por Hamás contra ciudadanos israelíes. Me ... referí a la convicción de que el mundo necesita un Estado como Israel, de que los que degollaron bebés y violaron mujeres aquel 7 de octubre de 2023 en nombre de Alá no merecen un lugar entre nosotros, y también escribí, negro sobre blanco, que los que amamos Israel deseamos que la respuesta legítima a la brutalidad no conllevase a una muerte moral.
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Han pasado veinte meses y eso es lo que percibo ante mis ojos, la muerte moral de Israel. No es fácil escribir esto, pero asumo que mis opiniones las dicta mi conciencia. Gaza está destruida. Muchos de los rehenes israelíes no han podido volver a casa porque los operativos especiales han fracasado. La cifra de muertos no para de crecer. Las imágenes de niños en las colas del hambre atormentan el alma de este siglo tan descreído y la espiral de sangre y fuego no cesa sobre un territorio doblemente machacado: por la pólvora israelí, por el fundamentalismo islámico.
Israel tiene derecho a defenderse, a erradicar de raíz el mal del terrorismo yihadista que acampa y se alimenta al otro lado de la frontera, pero condenar a todo un pueblo, con sus cientos de miles de niños, a una hambruna mortal es traspasar todos los límites posibles. No es menos humano el palestino que recoge de entre los escombros los cuerpos de sus padres que el niño israelí que espera el cadáver de su hermano, envuelto en una bandera.
La crueldad de Israel también conlleva una torpeza, y consiste en convertirse en lo que sus enemigos proclamaban
Muerte moral. Lo he escrito de nuevo. Porque defiendo el derecho a la legítima defensa contra los extremistas que basan su razón de ser en la barbarie, en sembrar el terror contra todo aquel que sea infiel a los preceptos de su dios, pero tras dos años de una guerra televisada y radiografiada, no puedo más que gritar en estas líneas contra el terror de las bombas. Entre el polvo y los cadáveres solamente se esclarece una verdad: se ha condenado a la región a un odio duradero, a un deseo de venganza infame. Se ha hecho de la muerte un altar al que recurrir diariamente.
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La crueldad de Israel también conlleva una torpeza, y esta consiste en convertirse precisamente en todo lo que sus enemigos proclamaban. Esos mismos que celebraban los atentados de Hamás y los definían como acciones de defensa, ahora recogen los frutos del árbol caído. Es la guerra, con todas sus consecuencias, con todas sus maldades. Con un Estado enloquecido que no es capaz de distinguir entre la legítima defensa y el exterminio y un pueblo entregado a los brazos del terrorismo y el fundamentalismo. Ambos bandos equiparados en la muerte. La victoria del antisemitismo.
Me pregunto desde lo más profundo de mi ser si realmente se puede justificar el asesinato indiscriminado de niños para salvar la vida de un ciudadano. ¿En qué momento Israel asumió como legítima la acción de condenar a toda una población a la hambruna, a la sombra de fuego de las bombas? Ningún pueblo como el israelí para testimoniar lo que suponen la persecución, el hambre, el odio recibido y el exilio permanente. Ninguna nación como la israelí para concienciarse de lo que significa la paz, después de ochenta años de guerras e invasiones, de atentados y represalias.
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Israel ha caído en la trampa del relato. Hamás ha ganado la batalla de la prensa. No solamente se equiparan sus actos con la brutalidad de la guerra desplegada en Gaza, sino que se justifica la existencia de Hamás como método para frenar las matanzas israelíes. Un espejo deforme en el que se miran, a cada lado, dos rostros similares de la crudeza. Y uno se queda sin argumentos ante las imágenes de un niño moribundo, de la fila interminable de hambrientos que pasan días y días bajo las bombas, recibiendo metralla en lugar de agua. Las excentricidades de Trump y Netanyanhu sobre qué hacer con Gaza solo ahondan en la tristeza con la que se contempla la vida humana.
Por eso escribo este artículo, porque me cuento entre los que amamos Israel, porque creo en la necesidad de su existencia, porque considero que la única democracia que existe en toda la región merece comportarse como tal, y no como un Estado déspota, una satrapía que trata a sus vecinos como ganado. Los que amamos Israel nunca hubiésemos querido escribir este artículo, no tener que decir que es incompatible con la vida y la decencia exterminar a un pueblo como el gazatí. Los que amamos Israel aun creemos que se está a tiempo de parar esta barbarie y que Israel no pase a la historia como uno de esos verdugos de los que siempre ha huido.
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