Me resulta difícil pensar en la vida después de lo sucedido en Valencia. La vida como pausa, como gran paréntesis, que decía Benedetti, con sus ... refriegas políticas, los consejos de RTVE partidistas, las polémicas baratas sobre el Balón de Oro, las corruptelas del fiscal, sus señorías y señora. Todo se ha volatilizado por una lluvia amarga que ha arrasado el paisaje y el ecosistema cotidiano de cientos de miles de personas. Nada será igual tras la tormenta, ahora que los supervivientes registran lo que era suyo y que flota, entre barro, como una madeja de sustancias arrebatas. La riada ha expulsado de la vida lo que era suyo y ahora lo exhibe triunfante, destrozado. Años y años acumulando recuerdos para sucumbir en una tarde de otoño mezclados con barro.
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Sorolla hizo de Valencia una ciudad necesitada de mar. Era un agua que venía de la costa, que se encontraba con el ser humano en las playas tranquilas y dominadas por el sol. Pero este agua ha arrasado con la espiritualidad de la imagen viniendo precisamente desde el interior, arrastrando monte, desechos minerales, basura depositada durante décadas. Los barrancos, tan propios de la geografía levantina, se han convertido en ríos americanos, crecientes y amenazantes, y sobre la superficie sucia han emergido los nombres de aquellos que no pudieron escapar a tiempo.
Mientras escribo este artículo aún huele a mojado en todas partes. La tragedia lo ha impregnado todo, a pesar de encontrarme a cientos de kilómetros de la devastación. También el teclado de mi ordenador. Quienes hemos nacido en el sudeste peninsular, sabemos de los misterios de este principio de otoño, las bolsas de precipitaciones traicioneras, las tardes grises que se vuelcan contra la tierra, como si el cielo se cayera. Mis recuerdos de octubre miran al cielo desde la niñez, con mi madre en alerta sin dejarnos salir a jugar a la calle porque su instinto, y no la Aemet, anunciaba una lluvia peligrosa y devastadora.
Ella sufrió la riada de Lorca del 73. Su relato aún aparece cada vez que se cubre el cielo. Una pista de agua que arrastraba animales muertos, fruta, barro. Un fango viscoso que entraba en las casas sin llamar a la puerta, que se apoderaba de las paredes y se agarraba a los pisos superiores. Los vecinos improvisando barcas con puertas de madera y la lluvia que no cesaba. Un éxodo humano buscando las partes más altas de la ciudad, al amparo del cerro del castillo y las ramblas, siempre caminos de tierra inútiles, molestos, un desierto en medio de la población, tomándose una venganza calculado por siglos de silencio. Aquel día, cuenta mi madre siempre, mi padre conoció a sus suegros, mis abuelos, con el agua por la cintura y la timidez adolescente de quien, entre la tragedia, se acerca al campo a comprobar que todo está bien.
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La riada de Nogalte, como se conoce, dejó más de cien muertos entre Lorca y Puerto Lumbreras. Aún se escuchan leyendas de supervivientes que se encerraron en un frigorífico y aparecieron flotando como náufragos gongorinos. Los traumas marcan a las generaciones posteriores. Por eso cada otoño, en el Levante se mira al cielo con preocupación, y nos seguimos preguntando por qué se construye en ramblas, por qué no se limpian los cauces de los ríos, por qué se destruyen presas, por qué no se alerta antes a la población y existe una verdadera conciencia social sobre una desgracia que se repite cada cierto tiempo, como un péndulo macabro que visita la zona cada año.
La última imagen que observo antes de terminar esta columna corresponde a una madre con su hija, apenas un bebé. Es una foto antigua. Ella sonríe a la cámara, la niña parece dormir, acurrucada entre las mantas. El periodista recoge el testimonio del padre, quien recibió una llamada de su mujer. Fue una despedida y una promesa. Cuida de nuestros dos hijos. El agua ya le llegaba al cuello. Una tarde de lluvia se convierte en un final trágico, en un país en el que nos creemos a salvo de las inclemencias, que cree dominar el medio en el que vive.
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Se repetirán más DANAS en los próximos años. Los levantinos llevamos en nuestra piel esta penitencia. Cabría hacerse muchas preguntas, cuando se entierren a los muertos y se limpien las calles. La primera sería si una comunidad autónoma tiene los medios necesarios para afrontar una devastación como la de Valencia, si es lógico que, dentro de la obsesión descentralizadora, no sea el Estado, con sus medios, su riqueza, su potencia militar, el que actúe desde el primer momento. Se trata de salvar vidas, no de gestionar medallas ni de duplicar cuerpos y organismos. Tal vez, un país que sabe lo que hace es un país más seguro. Aquí la única certeza de este artículo: el agua volverá a las calles por las que hoy paseamos. ¿Nos ponemos a trabajar?
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