Una butaca vacía

El curso de esta leyenda urbana comienza con el deseo de la burguesía murciana, a mediados del XIX, de disponer de un teatro acorde con cierto esplendor económico

Durante mis años de estudiante en la capital, pertenecí al Teatro Universitario. Dirigía aquella tropa de jóvenes ilusionados César Oliva, persona indispensable de la vida ... cultural murciana, especialmente el teatro, en los últimos tiempos. Las lecturas previas se hacían en dependencias de la casi recién inaugurada Facultad de Filosofía y Letras o en locales aledaños del entorno de la Merced, mientras que algunos ensayos generales se llevaban a cabo en el mágico escenario del Teatro Romea.

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A tales ensayos acudía, siempre puntual, 'el de la censura' con la misión de alargar las faldas demasiado cortas, a su pacato parecer, de las actrices, y tachar algunas frases del texto que, también a su parecer, atentaban contra el poder establecido o las buenas costumbres. De los tachones y cancelaciones de la censura puedo dar fe, pues en 'La farsa de la molinera y el corregidor', una obra de Juan Guirao sobre el argumento tradicional de 'la molinera de Arcos', donde yo representaba el papel de un militar, sargento por más señas, fue eliminado un párrafo, posiblemente por entender que resultaba subversivo en exceso y que bajo las palabras se ocultaban intenciones sospechosas de disidencia y oposición.

Lo reproduzco como comprobación del grado de ranciedad política y cerrazón de miras que el poder aplicaba a las obras literarias por entonces: «Y sepan todos que aquellos sediciosos aliados a potencias extranjeras que intentan el camino de la subversión y pretenden romper el orden, la paz y la convivencia, serán castigados como su delito merece a penas de ocho años para arriba». Creo que estas palabras de Juan Guirao, más que una arenga, eran, en clave de humor, una parodia del lenguaje usado por las élites en sus intervenciones públicas.

Entre los actores 'amateurs' que ensayábamos y, a veces, actuábamos en el Romea, se comentaba aquellos días que, incluso en las fechas de máximo aforo, la empresa del teatro dejaba siempre libre una butaca. Quizá entonces alguien nos explicó el porqué, pero lo he olvidado; ha tenido que pasar bastante tiempo para saber que el asunto de la butaca vacía tiene que ver con una supuesta antigua maldición, cuyos pormenores he podido conocer años más tarde por boca de Paco López Mengual, un autor murciano nacido en Molina de Segura, que se define a sí mismo como mercero y escritor. López Mengual organiza, en el centro histórico capitalino, una ruta a pie por lugares significativos de la ciudad, durante la cual explica leyendas, historias, sucesos de la crónica negra, breves biografías de murcianos célebres... Todas ellas se encuentran publicadas en un curioso e interesante librito de amena lectura titulado 'Un paseo literario por calles de Murcia'. Por sus páginas desfilan Antonete Gálvez, la Inquisición, Jaime Alfonso 'el Barbudo', Ricardo Codorníu y los premios Nobel Jacinto Benavente y José de Echegaray, pero no a modo de biografías sino como pinceladas en las que se aúnan anécdotas y fragmentos históricos relatados con un tono entre romántico y evocador muy de agradecer en este tiempo de frías y omnipresentes tecnologías.

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Uno de tales relatos, 'La maldición del Romea', se refiere a la butaca vacía del teatro a la que aludía al principio. El curso de esta leyenda urbana comienza con el deseo de la burguesía murciana, a mediados del XIX, de disponer de un teatro acorde con cierto esplendor económico adquirido por la capital en esa época. Y es que, en aquellos momentos, en Murcia solo existían algunas humildes corralas populares y un teatro de escaso fuste denominado 'del Potro'. El Ayuntamiento, sensible a los deseos de sus ciudadanos, comienza a buscar un lugar idóneo que respondiera a las expectativas generadas en la población. Y el lugar elegido fue un solar de propiedad municipal, anexo al convento de los dominicos, adquirido por el Ayuntamiento a la Orden tras la no muy lejana desamortización de Mendizábal, un hecho que fue considerado sacrílego por la curia y las órdenes religiosas de la capital, pues aquel espacio estaba ocupado en aquellos momentos por jardines, terrenos de cultivo y, especialmente, por un cementerio donde se inhumaban los restos de los frailes difuntos.

Al comienzo de las obras, y mientras los operarios desmantelaban las tumbas, lo que fue considerado un sacrilegio, un 'fraile loco' gritó una maldición desde la ventana del cercano convento: el teatro ardería tres veces. La primera vez sin víctimas; en la segunda habría un muerto; en la tercera, con el aforo completo, perecerían todos los asistentes. López Mengual concluye que esa es la razón de que nunca se vendan en la taquilla todas las entradas. Desconozco la veracidad de esta historia, pero creo en su capacidad para evocar otras voces, otros espacios, otros ámbitos en una ciudad antigua, cercana y entrañable que por estas fechas celebra los mil doscientos años de existencia.

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