En su clásico e imprescindible libro 'Ritos de paso', Arnold Van Gennep acuñó el concepto de 'liminalidad' que, en términos antropológicos, define ese momento de ... ambigüedad en el que se suspende el orden previo sin instaurar aún el nuevo. Esta idea de lo 'liminal' fue retomada por Victor Turner quien, para calificar este proceso de transición, habló del 'entre-lugar' -o lo que es lo mismo, de esa tierra de nadie en el que la realidad se ofrece en el punto de deshacerse y de rehacerse-. Cuando, desde este 'background' antropológico, situamos la atención en la desquiciada actualidad política española, el concepto de una 'política de la liminal' emerge como uno de los más apropiados para definir la relación agonística que Puigdemont mantiene con el gobierno de Sánchez. La rueda de prensa ofrecida el pasado lunes -en la que anunciaba pomposamente el final de su relación con el PSOE- constituye no el final de un relato, sino el nudo dramático necesario para lanzarlo. De hecho, lo que pone de manifiesto este nuevo órdago del supremacista catalán es su forma barroca de gobernabilidad, en la que la teatralidad de la ruptura perpetúa el propio orden que dice cuestionar.
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¿Qué es lo que entendemos por 'política de lo liminal' cuando nos referimos a Puigdemont? Aquello a lo que nos referimos no es ni más ni menos que a un 'espacio de indeterminación calculada', en el que su fuerza política se sostiene precisamente por no poder resolverse del todo ni hacia el gobierno ni contra él. Puigdemont ocupa una zona fronteriza del sistema político español que él mismo ha contribuido decisivamente a crear. Su 'liderazgo' se desarrolla dramáticamente en el filo de dos imposibilidades: romper del todo con el Estado o integrarse -de forma precaria- con él. Estas dos imposibilidades generan un territorio liminal, acotado entre el gesto de la ruptura y la necesidad del pacto. Este mínimo margen de acción conlleva que toda su propuesta no pueda ser contemplada sino desde la óptica de una 'política de la negación': Puigdemont no piensa en la gobernabilidad, sino en interrumpir, en ocupar el umbral donde el sistema necesita de su firma para sostenerse. El gran problema -y he ahí aquello que, bajo ningún concepto, se le puede perdonar a Sánchez- es que esta forma de proceder de Puigdemont -el poder de no permitir que las cosas se hagan sin él- no afecta solamente a las reglas del juego que rigen las relaciones entre dos partidos -PSOE y Junts, en este caso-, sino, por extensión, a todo el conjunto del Estado. Si la 'política de lo liminal' consiste en prolongar la transición 'sine die', sin que jamás se concrete nada, podemos decir que, desde 2023, España vive en un rito de paso interminable que la extenuando por parálisis.
Como se ha anotado anteriormente, el anuncio de Puigdemont de su ruptura con el Gobierno no clausura nada; al contrario, reabre la escena de nuevo. En un gesto de de teatralidad barroca, la cortina se levanta siempre para representar de nuevo la tensión irresuelta. Podría decirse que el limbo es la estrategia de permanencia favorita de Pugdemont: si pacta, pierde autenticidad ante sus bases; si rompe, pierde influencia real. Solo en el intersticio puede seguir siendo el protagonista de un relato que necesita del conflicto para no desaparecer. Pero, insistimos, el problema no es que Puigdemont viva en el limbo; es que España languidece en el limbo. La 'política de lo liminal' supone, en última instancia, una 'política de los puntos suspensivos' -lo que equivale a decir una política del 'todavía no', del 'quizá', del 'esperemos a ver'-. Su fuerza radica precisamente en ese gesto gramatical: suspender la frase antes del punto final, dejarla flotando -como toda la política española- en la ambigüedad. La estrategia de Puigdemont reside en administrar la espera y, a causa de ello, situar a un país entero en la espera perpetua de esos puntos suspensivos que son su único programa político.
Entre las muchas cosas que no se le pueden perdonar a Sánchez de su relación con Puigdemont, la más alucinante es que haya hecho descansar su 'gobierno de progreso' sobre el líder de Junts. Aquello que, en un escenario de mínimos, se espera de un gobierno progresista es su voluntad de acción y de transformar la realidad en dirección a una mayor igualdad de derechos y oportunidades. Si retomamos el hilo de la antedicha 'política de los puntos suspensivos', lo que define a Puigdemont -en contra de cualquier 'modus essendi' progresista- es un 'activismo inmovilista'. Detrás de su apariencia de movimiento, se desvela su condición estática: un actuar que no transforma, un gesto perpetuamente reactivo. Todo en Puigdemont se resuelve en un juego performativo: no necesita consumar el acto, sino mantenerlo en acto; no busca tanto resolver la tensión cuanto prolongarla para seguir habitando la escena. Puigdemont ha convertido al gobierno de progreso en un gobierno inmovilista, puramente performativo, que no logra aprobar unos presupuestos, ni legislar con una mayoría parlamentaria, ni solucionar los muchos problemas que tienen los españoles. El 'teatro de la espera' de Puigdemont continúa añadiendo actos con una maestría que deja al mismísimo Beckett en un nivel de inexperto. Y, mientras tanto, España se ha convertido en un 'Estado liminal', ocupando un fatídico 'entre-lugar' que nos empobrece y nos enloquece.
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