Partamos del hecho de que la credibilidad que posee Junts, a día de hoy, es cero. Como ya hemos señalado, en esta misma sección, en ... otras ocasiones, no se trata de un partido político, sino de una «plataforma de chantaje» que busca reventar las instituciones. Que su posición, en este momento, sea la de una ruptura con el gobierno de Sánchez no deja de ser un trampantojo retórico más, de los muchos a los que nos tiene acostumbrados. De ahí que, por lo que respecta al otro lado del espectro político, mal haría Feijóo en especular con la posibilidad de ganar a Puigdemont como aliado fiable en cualquier estrategia de derrocamiento de Sánchez. Junts no entra en ninguna de las fórmulas posibles de un proyecto constructivo para el Estado Español. Olvidémoslo. Con o sin declaraciones de ruptura, ninguna acción de gobierno puede fundamentarse en estos supremacistas de alfombra roja.
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Que el gobierno de Sánchez resulta física y metafísicamente insostenible es una conclusión que se colige al margen de la variable de Junts. No convocar elecciones es un acto de contumacia que solo se puede calificar como irresponsable. En primer lugar -y remitiendo a uno de los argumentos de Sánchez-, la no convocatoria de elecciones obedece a la necesidad de que España continúa un rumbo de progreso. Efectivamente, este país necesita la implementación de políticas progresistas que detengan la depauperación de los servicios públicos y la expansión de una «moral regresiva» que está cercenando derechos fundamentales recogidos en la Constitución. Pero seamos honestos: ¿de verdad podemos calificar al actual gobierno como progresista? O afinando todavía más: ¿se puede hablar, en la actualidad, de «gobierno» en cualquiera de sus acepciones. No puede haber un gobierno progresista si, antes, y como condición sine qua non, no hay un gobierno. El sesgo ideológico viene como consecuencia del «margen de gobernanza». Y, en el actual contexto, dicho margen no existe. Sin la aprobación de unos presupuestos en lo que llevamos de legislatura y sin la mayoría parlamentaria necesaria para legislar, la capacidad de Sánchez para imprimir un rumbo -el que fuera, pero sobre todo progresista- a este país llamado España es nulo. Lo que queda de este contexto de inacción no es un gobierno, ni siquiera un organigrama; queda algo más peligroso: la adoración al líder. En rigor, aquello que nos decepciona profundamente a tantos españoles es que lo comenzó como un gobierno de izquierdas ha quedado reducido a una persona: Pedro Sánchez y su enrocamiento en la supervivencia a costa de lo que sea.
Cuando esta situación -que, con la intensidad con la se expresa en la actualidad, jamás se ha vivido en la democracia española- se traslada al Partido Socialista, el panorama que se abre es el de una organización sostenida exclusivamente en un ejercicio de solipsismo. Y -lo que es tanto peor- un solipsismo consentido y coparticipado por la totalidad del partido. La situación es tan demencial que -en una fórmula totalmente aporética- se podría de un «solipsismo colectivo», entendido como la adopción compartida de un marco egocéntrico originado en un individuo, pero reproducido y sostenido por el grupo hasta borrarse la frontera entre el «yo» del líder y el «nosotros» del partido. El «yo» de Sánchez se ha convertido en un nosotros sin exterior -y esto quiere decir sin debate, sin autocrítica-. El mal del actual PSOE se define con una expresión tristemente elocuente: «Aislamiento congnitivo»; un ensimismamiento que le ha llevado a desconectar de la sociedad en los términos de un «narcisismo grupal». Una de las derivadas nefastas de esta situación es la imposibilidad de generar proyectos específicos territoriales, que se desagreguen de la subjetividad única que permea toda la organización. La totalización del partido en la figura de Sánchez está llevando al derrumbe demoscópico a la mayoría de las delegaciones autonómicas y municipales, incapaces de superar el rechazo social que provoca su secretario general. En regiones como la de Murcia, estamos condenados a que esta deriva autodestructiva de la izquierda asegure sine die la continuidad de personajes tan mediocres como López Miras y discursos tan peligrosos y violentos como Vox.
El principal argumento del que se vale Sánchez para no adelantar las elecciones es precisamente la certeza de que la ultraderecha entre en La Moncloa de la mano agradecida de Feijóo. El problema para aceptar este argumento es que se basa en un cálculo político maquiavélico: mientras Sánchez se perpetúe en el gobierno, el desafecto y el conflicto social inflarán las expectativas electorales de Vox y mermarán las de Feijóo. Un gobierno con un Abascal a la par que el gallego será una bomba de relojería, lo que acrecentará la intensidad del conflicto y las posibilidades de Sánchez de recuperar el poder. Pero si al líder de PSOE le preocupara realmente el crecimiento de la extrema derecha -como nos sucede a muchos-, su comportamiento debería ser más responsable y tomar aquellas decisiones que minimizaran el impacto de los radicales en las instituciones. Evidentemente, esto no está ocurriendo, y Sánchez está actuando como el motor supersónico que posibilita el despegue meteórico de Vox. Esto solo se puede denominar de una manera: alta traición a la democracia y a la izquierda.
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