De Tarifa a Ourense, de Cáceres a Valencia, de Madrid a Huelva, España anda estos días rodeada de fuego y destrucción, con alguna muerte indeseable ... y con mucho miedo, con un miedo atávico y animal al fuego, a la desolación y a la nada. Pareciera un plan de antemano, un proyecto apocalíptico que no parece que nadie pueda detener, pues los trenes se detienen o no llegan a tiempo, se va la luz de una forma intempestiva como si alguien deseara que volviéramos a las cavernas, se inundan los pueblos, se desordenan los horarios, llueve a destiempo y, sobre todo y por último, arden los campos y los sembrados por doquier, como si estuviéramos asistiendo a un cataclismo imparable, a una deflagración anunciada de la que ya no vamos a poder desasirnos porque esto no pinta bien, como si hubiéramos caído en desgracia con ese maldito el que pueda que haga, y siempre para mal, que ya son ganas de aniquilar, que parece que nos luce, como si hubiera un ejército de pirómanos desperdigados por el país y decididos a terminar con todo. Pensamos en ese norte húmedo deshecho en cenizas, transido de dolor y clamando justicia y ayuda, porque nadie está dispuesto a pedir ayuda al jefe, que es una manera de darle bola y darle ventaja, y eso nunca, no vaya a ser que se lo crea, a pesar de que se quema nuestra tierra y mueren algunos de los nuestros.
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España arde por los cuatro costados, pero todas las semanas se para un tren, muy a menudo asistimos a inundaciones, a fuegos urbanos muy localizados o se va la luz y nos quedamos a oscuras. Y esto parece que no vaya a parar nunca, aunque la vida sigue pese a esas cuatrocientas mil hectáreas que se han volatilizado con las llamas.
Aunque los datos económicos sean boyantes y nadie dude del desarrollo imparable del país, alguien roba kilómetros de cobre un día, hurga en las catenarias alguna vez o le pega fuego a un bosquecillo cercano a un pueblo, los trenes se paran, los incendios proliferan, las inundaciones empiezan a ser una costumbre maléfica, se despiertan los volcanes y todos nos preguntamos por un país en el que vivimos bien, aunque salga siempre malbaratado en la tele, qué está pasando, qué nos están haciendo los malvados íncubos, qué clase de mala suerte metafísica nos sacude a menudo, por qué nos pasa lo que nos pasa y el fuego sigue cundiendo por los cuatro puntos cardinales de la patria, quién hace lo que no debe hacer o lo que puede hacer, quién nos pone la pierna encima, como diría el filósofo.
Estamos a punto de llegar a alguna parte y el tren se detiene, se para el aire acondicionado y durante cuatro horas no nos atiende nadie, mientras a lo lejos vemos los relumbres de un fuego eterno que prolifera sin cuento y asola la piel de toro, como una maldición gitana, el que pueda hacer que haga, y vaya si están haciendo los jodidos, sean quienes sean. El daño es irreparable y ya tenemos el ánimo por los suelos, dónde estaba Mazón aquella tarde nefasta de Valencia, aunque ya todos imaginamos dónde estaba y con quien, pero lo importante es que detengamos de una vez los raros apagones de electricidad, las riadas imprevisibles, los trenes averiados misteriosamente, los volcanes traicioneros, las catenarias tal vez saboteadas por una mano negra que hace lo que puede contra todos nosotros, de tal forma que ya no se nos ocurre largarnos con nuestro coche o en ferrocarril de vacaciones a ninguna parte y cada vez lo hará menos gente de fuera porque el desprestigio de nuestras vías es palmario.
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Tenía yo treinta y dos años cuando sobrevino el espantoso incendio de Moratalla ,donde ardieron casi 36.500 hectáreas de monte único, de muestra memoria verde de niños de campo. Estamos desde entonces conmocionados, pues no nos hemos recuperado aún del shock, con el tiempo no lo olvidaremos, pero cada vez nos dolerá menos hasta que un día alguien se levante en un verano de fuego y ni siquiera se estremezca al asomarse a la ventana y ver el aire humeando y la tierra como una estampa lunar.
Algunos lo llaman el cambio climático y otros se ríen de la ocurrencia.
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