Ahora que me he jubilado estoy entendiendo lo que significa la eternidad, quizás porque solo cuando uno se aproxima al final de la senda es ... cuando le da el verdadero valor a los metros que restan hasta la meta, de hecho, lejos de abrumarme por el final relativamente cercano, me entusiasma saber que cada día puede ser una vida entera y que nada está decidido del todo, como si al amanecer se prolongara la vida de nuevo y empezara el ciclo del día hasta el punto de estar siempre en ese trance, porque nada termina nunca, sino que constantemente estamos viviendo un plazo, como una metáfora de los días y del tiempo.
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Y precisamente ahora que cesó el trabajo y me dedico a cumplir mis pequeños deseos cotidianos es cuando me doy cuenta de que no se acaba nada nunca y contra lo que imaginé que pasaría cuando llegara esta circunstancia, el río de la vida se ha detenido y yo me hallo en su mitad, varado como una estatua de agua a sabiendas de que ni me hundiré ni me ahogaré, lo noto como un renacimiento, como si la sangre se hubiese dado la vuelta de súbito y anduviera en dirección al origen, mientras que yo prosigo cada jornada tan ligero y etéreo como una hoja mecida por el viento, de tal manera que cuanto más tiempo pasa más seguro estoy de tocar la eternidad en esta última etapa de júbilo permanente que comparto con mi mujer como se comparten unas vacaciones o una tarta de chocolate, no el último pedazo, no, sino la tarta de la que no dimos cuenta en su día, porque nos despistamos y dejamos pasar las cosas y los años hasta que una madrugada, y he dicho bien, porque fue en una madrugada, me acordé de ella de un modo intenso pero arbitrario con la certidumbre de que cuando se quiere algo con fuerza termina uno por alcanzarlo, y aquí estoy, a su lado, pretendiendo la eternidad y alejado del trabajo definitivamente porque esa era ya pasó a mejor vida.
El amor y la jubilación andan confabulados en mi casa y están felices porque han descubierto que nadie les ha dado un plazo fijo, sino más bien todo lo contrario, que son libres como adolescentes en verano y no tienen un límite de tiempo, porque ahora saben que esto que están viviendo es lo más parecido a la eternidad que han vivido nunca, como si el tiempo se hubiese parado y les ofreciera el remanso de las horas como un regalo exclusivo para ellos, como si se lo hubiesen ganado y hubiese llegado la ocasión del disfrute, durante estas últimas fechas de la jubilación han sentido ambos que el tiempo se esponjaba y daba más de sí, porque no se trata de las horas que dispongamos del día sino de la forma cómo lo hacemos, y entonces me acuerdo de la infancia y caigo en la cuenta de que en muy escasas ocasiones medíamos el tiempo, sino que lo dejábamos correr mientras gozábamos de su alegría.
Quizás ahora hayamos llegado a ese punto y hayamos encontrado la feliz inconsciencia de la infancia, la natural ingravidez del espacio y la inocencia absoluta, un tiempo fuera del tiempo, una isla en un océano inmenso, como si hubiésemos alcanzado un destino deseado, una tierra prometida, casi al final de la existencia al modo de un galardón inesperado y hubiésemos decidido quedarnos a vivir en él como en aquel viaje en barco por el río Magdalena de Florentino Ariza y Fermina Daza hacia la inmortalidad y el amor eterno, porque hay edades en que la utopía es posible, de hecho, hay edades que son la misma utopía, y yo he llegado a ella sin proponérmelo, como se hacen las cosas que más nos gustan, las cosas de verdad, aunque a lo mejor vengo luchando por ella toda una vida y me la he ganado a pulso, al cabo.
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